La tentación de simplificar
Hay conflictos que, examinados desde una sola perspectiva, son muy difíciles de comprender. Son conflictos poliédricos, con una mezcla de dimensiones históricas, sociales, económicas, legales, éticas, que no pueden encajar en un relato lineal. Para analizarlos hay que escuchar a todas las partes y ponerse en su piel, rehuyendo las simplificaciones y las conclusiones precipitadas.
Es evidente que el litigio catalán es uno de ellos. No es tan enrevesado como el de Siria, por ejemplo, porque no hay tantas partes con objetivos diferentes, pero también se puede ver desde bastantes ángulos, con una multitud de matices y de tonalidades que no tienen el mismo peso para unos que para otros. Es tan complejo que, si se lo intentamos explicar a un extranjero y nos entiende a la primera, más vale que volvamos a empezar, porque seguro que no nos hemos explicado bien.
El historiador israelí Yuval Noah Harari describe en un capítulo magistral de su nuevo libro, 21 lecciones para el siglo XXI, los mecanismos mentales de los que nos solemos servir ante este tipo de conflictos, por falta de capacidad de análisis, por pereza mental o porque tenemos que dedicar la energía a asuntos más perentorios. Harari no habla del litigio catalán –no me interpreten mal–, pero lo que dice se le puede aplicar muy bien.
El primer mecanismo al que recurrimos ante estos conflictos, según Harari, es reducir su escala y verlos como si fueran entre dos personas o entre dos protagonistas muy concretos. En nuestro caso, advertimos este procedimiento de simplificación en los que siguen lo que ocurre como si tratara de una especie de Barça-Madrid, o una pugna entre dirigentes (Puigdemont-Rajoy, Torra-Sánchez, etcétera). ¿Cuántos no caemos en esta trampa cuando hablamos de lo que Madrid piensa o hace, como si se tratara de una persona, con una voluntad única? Igualmente, fuera de Catalunya, ¿cuántos no hablan de los catalanes como si todos fuéramos iguales y pensáramos lo mismo?
El segundo mecanismo es ver el conflicto a través de historias personales que, desde el punto de vista del observador, explican todo lo que pasa: la incomprensible prisión provisional de los Jordis, por ejemplo, o la incómoda situación de un hijo de guardia civil que acaba de llegar a Catalunya y se ve obligado a estudiar en catalán u oye como los profesores critican en clase a las fuerzas de seguridad. La anécdota se eleva a categoría y un relato simple y potente ocupa el lugar de un análisis detallado de todos los factores en juego.
El tercero es recurrir a teorías de la conspiración, verlo todo como fruto de las maquinaciones de poderes ocultos o laterales. Por ejemplo, la idea de que todo es obra de un franquismo latente, o de una confabulación entre el Ibex –de nuevo, como si las grandes empresas que lo integran tuvieran una voluntad única–, la Administración central y la cúpula judicial. O, desde el punto de vista contrario, sostener que la culpa la tiene la escuela catalana, que adoctrina a los niños y los convierte en independentistas, o que TV3 ha abducido a la gente y que todo se resolverá de inmediato el día que la cierren.
El cuarto mecanismo es parapetarse detrás de un dogma, una idea simple y, en apariencia, indiscutible y resistirse a ver nada más, o verlo todo a través de esta idea. Por ejemplo, insistir en que, en una verdadera democracia, los catalanes deberíamos poder votar si queremos seguir formando parte de España o no: una proposición que parece plausible hasta que nos preguntamos si esto significa que un país que no permite que una parte pueda convocar un referéndum para independizarse (como por ejemplo Francia o Alemania) no debe ser considerado democrático. O decir y repetir que, en una democracia, nadie se puede saltar las leyes, tenga los votos que tenga, idea sin duda razonable, pero que no da una visión completa, porque nos remite a los votos que se necesitan para cambiar las leyes y esto, en el caso catalán, nos lleva a la cuestión de cuál es el cuerpo electoral competente, si los votantes de Catalunya o de toda España, lo que a fin de cuentas es uno de los núcleos del litigio.
En todos estos casos, el procedimiento es similar. No sabemos cómo abordar una realidad demasiado compleja y optamos sin darnos cuenta por reducirla a unas dimensiones o a unos postulados que nos resultan más manejables.
Por fortuna, desde hace unos meses las dos partes se están resignando a la complejidad del litigio. El Gobierno de Pedro Sánchez ha abandonado las tesis claras, sencillas y equivocadas de la era Rajoy y en Catalunya los dirigentes independentistas, divididos, admiten cada día más abiertamente que las cosas son más complicadas de lo que decían. Todos ellos, además, parecen asumir que la solución, si algún día se alcanza, no podrá complacer plenamente a nadie, al menos de momento. Estos pasos no son suficientes, por supuesto, pero sí indispensables.
Fuera de Catalunya, ¿cuántos no hablan de ‘los catalanes’ como si todos fuéramos iguales y pensáramos lo mismo?