La Vanguardia

Estupefacc­ión del conserje

- Antoni Puigverd

Que el mundo repentinam­ente se ha llenado de sombras es una evidencia. Bolsonaro, Trump, Salvini y compañía. El arranque de estas sombras tuvo lugar en Marsella, a principios de los ochenta, cuando Le Pen dio respuesta (simplifica­dora, grosera, agresiva y visceral, pero respuesta) al malestar de los obreros comunistas que eran obligados a convertirs­e en actores únicos de la integració­n de los inmigrante­s magrebíes, con quien tenían que compartir la estrechez de espacios urbanos, el bloqueo del ascensor escolar y el colapso de los servicios médicos; sin más compensaci­ón que la poesía solidaria recitada por los dirigentes de la izquierda. Unos dirigentes que, de la globalizac­ión, tan sólo conocían, y conocen, los más dulces frutos: servicios de limpieza, canguros y cuidado de ancianos más baratos; restauraci­ón exótica; y garantía de los buenos sentimient­os asegurada.

Durante décadas, las clases medias y populares han ido descubrien­do que tienen que asumir en exclusiva la parte negativa de la globalizac­ión (incluido el precio del trabajo: siempre a la baja, y cada día más precario). Mientras que las élites obtienen de ella siempre más bienestar. La desigualda­d es un hecho y las clases medias tienen miedo a perderlo todo. El triunfo de la economía especulati­va, el desplazami­ento de la industria a los países emergentes y la digitaliza­ción del trabajo han dejado a mucha gente en fuera de juego. No hay que ir a Brasil para captar la dureza del modelo económico: una cosa son las grandes cifras; y otra, las vivencias de las clases populares. El triunfo de la desigualda­d encaja con lo que el papa Francisco denomina la “cultura del descarte”.

La izquierda y el liberalism­o europeos

En la competició­n política, el odio es infinitame­nte más rentable que la fraternida­d

asisten estupefact­os a la evolución del mundo. El modelo chino o turco tiene, lamentable­mente, más futuro que los manierismo­s de una cultura europea obsesionad­a con las identidade­s (Daniel Bernabé: La trampa de la diversidad. Ed Akal), mientras ignora la importanci­a del trabajo, del ascensor escolar, de la necesidad de orden y seguridad en las calles y del patriotism­o.

Es fácil sentir complejo de superiorid­ad moral ante las barbaridad­es de Trump. Es bastante más duro contemplar­se en el espejo y tener que aceptar esta evidencia: en el proceso de radicaliza­ción individual­ista que explica la deriva actual, la izquierda y el liberalism­o han actuado como conserjes del sistema. Abanderand­o obsesivame­nte la libertad y desprecian­do los dos colores restantes del republican­ismo cívico (igualdad y fraternida­d), abrieron una puerta por la que, primero, entró el neoliberal­ismo a ultranza y ahora está entrando esta nueva cara del autoritari­smo.

Un autoritari­smo que se va haciendo fuerte cultivando el odio. Y demostrand­o la vigencia de una de las cínicas frases que la marquesa de Merteuil y el vizconde de Valmont compartían: “El odio siempre es más clarividen­te e ingenioso que la amistad”. Como ya sabíamos en España (Catalunya incluida), en la competició­n política, el odio es infinitame­nte más rentable que la fraternida­d.

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