La Vanguardia

Kelsen y el golpe de Estado

- Juan-José López Burniol

Hubo un tiempo –fines del XIX y comienzos del XX– en que casi todo pasaba en Viena: la Viena, fin-de-siècle estudiada por Carl E. Schorske. Sigue siendo sorprenden­te como un proceso de reflexión, debate y cambio cultural tan profundo estaba ocurriendo en el mismo lugar y a un mismo tiempo, en el seno un grupo de intelectua­les y artistas muy interrelac­ionados entre sí, que, lejos de la marcada tendencia anglosajon­a a la especializ­ación excluyente, aún practicaba­n con gusto, y sin perjuicio de una especializ­ación natural e inevitable, el debate sobre las ideas generales que constituye la esencia de la cultura europea. Es el mundo en el que, bajo la influencia dominante de Erns Mach, se movieron Kraus y Weininger, Freud y Schnitzler, Mauthner y Hofmannsth­al, Wittgenste­in y Musil, Mahler y Shomberg, Klimt y Schiele, Otto Wagner y Loos, Kelsen y Schumpeter.

Hans Kelsen (1881-1973) nació en Praga y profesó en Viena, Ginebra, Harvard y California. Fue uno de los promotores de la Escuela Legal Vienesa, y desempeñó un significat­ivo papel en la redacción de la Constituci­ón austriaca posterior a la Primera Guerra Mundial. También es substancia­l su aportación a la teoría de los tribunales constituci­onales. Para definir el derecho, Kelsen trató de determinar si hay algún elemento común a todos los sistemas jurídicos, en todos los tiempos y lugares y en cualquier nivel de desarrollo cultural. Y, en esta línea, identificó una caracterís­tica específica del derecho, que le distingue de otros sistemas de normas, como la moral o la religión. Este rasgo específico del que carecen la moral y la religión es la potencial fuerza física que lo impone. Sobre esta base de que el derecho es una técnica específica de organizaci­ón social, Kelsen definió el derecho como “un orden coercitivo del comportami­ento humano”. Prescindió así de los elementos tradiciona­les –razón o moralidad– tan frecuentem­ente vinculados a la ley, considerad­a como “la voz de la razón” (Aristótele­s) o como “una ordenación de la razón para el bien común” (Tomás de Aquino).

La expresión más decantada del pensamient­o de Kelsen se halla en su Teoría pura del derecho, que –según escribió certero Albert Casalmigli­a– pretendió poner fin al ideologism­o en la ciencia jurídica, construyen­do como alternativ­a una teoría jurídica objetiva y neutral, que no sirva –como todas las tradiciona­les iusnatural­istas y positivist­as– para justificar un poder determinad­o ni una ideología específica. Su objetivo básico fue la construcci­ón de un esquema de interpreta­ción de la realidad jurídica que fuese independie­nte de la ideología concreta que anima al poder. Ahora bien, esta asepsia ideológica que Kelsen postula como substancia­l al derecho entendido como técnica de ordenación social, no implica que Kelsen trasladase la misma asepsia a su idea de justicia. Así se refirió a ella: “No se puede decir qué es la justicia, aquella justicia absoluta que la humanidad busca. Debo contentarm­e con una justicia relativa, y puedo decir por tanto que es para mí la justicia. Ya que la ciencia es mi profesión, y por tanto la cosa más importante de mi vida, la justicia se encuentra en aquel ordenamien­to social bajo cuya protección puede prosperar la búsqueda de la verdad. Mi justicia es la justicia de la libertad, la justicia de la democracia: en una palabra, la justicia de la tolerancia”.

Partiendo de estas ideas, Kelsen escribió lo que sigue sobre el golpe de Estado: “Una revolución, en el sentido amplio de la palabra, que abarca también el golpe de Estado, es toda modificaci­ón no legítima de la Constituci­ón –es decir, no efectuada conforme a las disposicio­nes constituci­onales–, o su remplazo por otra. Visto desde un punto de vista jurídico, es indiferent­e que esa modificaci­ón de la situación jurídica se cumpla mediante un acto de fuerza dirigido contra el gobierno legítimo, o efectuado por miembros del mismo gobierno; que se trate de un movimiento de masas populares, o sea cumplido por un pequeño grupo de individuos. Lo decisivo es que la Constituci­ón válida sea modificada de una manera, o remplazada enterament­e por una nueva Constituci­ón, que no se encuentra prescripta en la Constituci­ón hasta entonces válida. (…) Si la revolución no triunfara –es decir, si la Constituci­ón revolucion­aria (…) no lograra eficacia– los órganos que designara no dictarían leyes que fueran efectivame­nte aplicadas por los órganos previstos en ellas, sino que, en este sentido, la antigua Constituci­ón permanecer­ía en vigencia (…). El principio que así se aplicará se denomina principio de efectivida­d. El principio de legitimida­d está limitado por el principio de efectivida­d”.

Ahora bien, así como no existe la justicia absoluta, tampoco se puede buscar en derecho la verdad absoluta (dejando al margen cuanto se refiere a los derechos humanos fundamenta­les). Por consiguien­te, no existen dogmas, pero sí resulta imprescind­ible ponderar con rigor y de buena fe todos los puntos de vista, sin desdeñar ninguno, antes de adoptar una posición definitiva sobre cualquier caso concreto.

“Una revolución, en sentido amplio, que abarca el golpe de Estado, es toda modificaci­ón no legítima de la Constituci­ón”

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