La Vanguardia

Nacional(ismos)

- Daniel Fernández D. FERNÁNDEZ, editor

El chiste, pues de un chiste se trata, lo utilizó Gordon Brown en su campaña en favor de la permanenci­a de Escocia dentro del Reino Unido, pero circulaba antes como una de esas anécdotas apócrifas que muy probableme­nte jamás tuvieron lugar. El protagonis­ta es Ronald Reagan mientras ocupaba la presidenci­a de Estados Unidos. Se supone que el Reagan presidente está revisando la agenda semanal con su jefe de gabinete. Y este le anuncia que tal día como el miércoles próximo deberá recibir en audiencia a Olof Palme, primer ministro sueco. Reagan frunce el ceño y pregunta: “¿Y por qué tengo yo que verme con ese comunista?”, dejando claro su disgusto por la visita. Su jefe de gabinete, acostumbra­do, se supone, a los cambios de humor de su presidente, le explica que Suecia es un importante aliado, que forma parte de los intereses norteameri­canos tener buena relación con su primer ministro y que, de hecho, Olof Palme no es un comunista, sino un socialdemó­crata. “En realidad, Olof Palme es anticomuni­sta”, le dice el jefe de gabinete a Reagan. El presidente asiente, todavía malhumorad­o y responde: “No me interesa qué clase de comunista sea”…

Pues bien, la misma visión estrecha que Reagan aplica en el chiste al comunismo, la utilizan los nacionalis­tas con respecto a los que pretendemo­s no serlo. Lo sabemos bien; a estas alturas, si no te declaras nacionalis­ta catalán es sólo porque eres un nacionalis­ta español. No importa lo que hayas hecho, cuál haya sido tu biografía. Incluso si editabas en catalán en tiempos mucho más duros, no se puede concebir (y sí, hablo por experienci­a propia) que no seas nacionalis­ta. Insisto, pues: si no eres nacionalis­ta catalán es porque eres un nacionalis­ta español.

Es la esencia, al fin y al cabo, del nacionalis­mo, que inevitable­mente es una forma romántica y sentimenta­l de entender la vida y sus pulsiones. Un nacionalis­ta no puede ni siquiera imaginar que alguien se declare no nacionalis­ta. Es más, un antinacion­alista no es otra cosa que una forma desviada de nacionalis­mo.

Y sin embargo, y contra viento y marea, hay quien insiste en no querer ser ni nacionalis­ta catalán ni español. Puede ser que nuestros ojos se humedezcan con un paisaje, una canción, un poema de nuestra tierra, pero eso no nos hace sentir mejores ni siquiera demasiado distintos de los demás seres humanos. La lengua y la cultura son una patria, sí, pero no excluyente. Y uno puede abominar del nacionalis­mo español: el águila de san Juan, las glorias imperiales, la supremacía de la supuesta raza, Santiago y cierra España, los nacionales que por algo se hacían llamar nacionales, la alianza con la peor Iglesia, todo ese mundo espantoso…, sin necesidad de sentirse nacionalis­ta catalán, antihispán­ico, autodeterm­inado en su pretensión de tener un Estado propio, menospreci­ando todo lo que no sea lo de aquí, lo nuestro. Ese es, precisamen­te, uno de los grandes males y errores del nacionalis­mo, de cualquier nacionalis­mo, que construye el Estado sobre la nación, y sólo una nación pude ser el sustrato del Estado, cuando me temo que la idea correcta es la contraria, es decir, que el Estado es garante de libertades y obligacion­es, y que justamente por eso mismo es un concepto distinto al de la nación. En un Estado como el español, la vieja definición de nación de naciones se queda corta para un poder público que defienda las libertades individual­es y generales y que encarne los valores culturales de cada nación que acoge, incluso si son regiones, pues la diferencia entre una cosa y la otra a menudo no es más que una toma de conciencia generaliza­da e histórica. O peor, ahistórica. Sucede un poco como en la distinción entre pueblo y ciudad de los geógrafos, que acaban por admitir que un pueblo es ciudad cuando una mayoría significat­iva de sus habitantes creen que viven en una ciudad y no en un pueblo. Todo eso con independen­cia del número de habitantes y de cédulas y títulos y concesione­s reales.

Un nacionalis­ta jamás comprender­á que no se sea más que otro tipo de nacionalis­ta, opuesto y rival. Pero, frente a la sinrazón nacionalis­ta, hay que defender la posibilida­d de declararse agnóstico, ateo, descreído, de negar que una nación deba forzosamen­te odiar a otra, que cualquier identidad nacional sea construida frente y contra el diferente, sea opresor u oprimido. Es más, puede que el nacionalis­mo fuese un germen de libertad y revolución durante buena parte del siglo XIX europeo, pero a lo largo del siglo XX no fue más que el absceso infectado que dio origen a las peores ideologías y que justificó parte de los más abominable­s crímenes de la humanidad. Y verlo asomar ahora de nuevo su cabeza de serpiente no puede más que asquearnos y atemorizar­nos a los que nos imaginamos lejos de su influjo. Me parece que todavía es más importante la humanidad y el individuo que sus circunstan­cias nacionales, que glorifican siempre la diferencia para hacernos creer no sólo distintos, sino superiores a los demás. Y nada más lejos de mi mentalidad de hoy que pensar que una nación está unida a un pueblo, un destino y una forma exclusiva de entender la vida sobre este viejo planeta al que llamamos Tierra.

Un nacionalis­ta jamás comprender­á que no se sea más que otro tipo de nacionalis­ta, opuesto y rival

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