Una vida para siempre
El pasado 22 de octubre Francisco rezó en el Vaticano ante la tumba de san Juan Pablo II, que es una de las más visitadas. En tal fecha se celebraba el santo del papa polaco que tanto influyó en la vida de la Iglesia y del mundo.
El postulador de su causa de canonización, Mons. Slawomir Oder, había dicho unos días antes, profundizando en la vida de Karol Wojtyla, que fue en la familia donde sentó las bases de su espiritualidad:
“Su padre, profundamente creyente, le inculcó la piedad y el amor, así como la devoción a la Virgen y al Espíritu Santo. Esta experiencia religiosa fue profundamente acogida en su interior y manifestada durante toda su vida”.
Es un hecho que la mayor parte de nosotros hemos recibido de nuestros padres la fe que guía nuestra vida. De un modo sencillo, casi sin darnos cuenta, igual que aprendimos de ellos a dar las gracias, a dejar juguetes a los hermanos, a poner esfuerzo en estudiar y en decir siempre la verdad, aprendimos también nuestra esperanza en la vida eterna.
No hace falta referirse al testimonio que dejaron tantos santos sobre esta cadena de fe, cuyos eslabones se remontarían a través de generaciones hasta los primeros apóstoles. Tenemos experiencia de ello. De sus labios aprendimos las primeras oraciones y su ejemplo fue –en palabras de Benedicto XVI– “la mejor prueba de la existencia de Dios”.
Las celebraciones recientes del día de Todos los Santos y el día de Difuntos nos llevan a esta consideración tan esperanzadora de que la vida natural no termina en este mundo.
Es cierto que no es una verdad evidente, científicamente demostrable, pero no por ello es menos verdadera, aunque la percibimos como a través de un velo. Santa Teresa de Lisieux lo comparaba con la niebla: “Supongo que he nacido en una región rodeada por una niebla espesa y que nunca contemplé el aspecto risueño de la naturaleza invadida y transfigurada por el sol radiante. Es verdad que desde mi infancia oí hablar de estas maravillas. Sé que la región en que he nacido no es mi patria, que hay otra a la cual debo aspirar incesantemente”.
El 21 de julio de 1833 el pastor anglicano John Henry Newman, luego cardenal de la Iglesia Católica, pronunció en Oxford un famoso sermón sobre “la inmortalidad del alma”. Dijo: “Todo cristiano medianamente informado conoce la diferencia entre nuestra religión y el paganismo. A cualquiera que le pregunten sobre lo que ganamos con el Evangelio responderá enseguida que hemos obtenido el conocimiento de nuestra inmortalidad, es decir que tenemos almas destinadas a vivir para siempre”.
Cuando en días pasados hemos acudido a los cementerios –vestuarios de la resurrección, los llamó Lewis– quizá nuestra intención inmediata era rendir recuerdo a algún familiar, lo mismo que cuando asistimos a un funeral, pero en el fondo nada tendría sentido sin la esperanza en que hay una vida perdurable en Dios. Allí se encuentra la felicidad inextinguible de la que es solo reflejo la que tenemos en la tierra.
En el fondo sabemos que nada tendría sentido sin la esperanza en que hay una vida perdurable en Dios