La Vanguardia

Aprender a callarse

- Carles Casajuana El presidente brasileño, Jair Bolsonaro, en la campaña electoral

El acceso a la Casa Blanca de Donald Trump ha desatado una forma de hacer política donde, como explica Carles Casajuana, los dirigentes se atreven a decir auténticas barbaridad­es sin preocupars­e por las consecuenc­ias que sus palabras puedan tener en la convivenci­a: “Hace dos semanas un pasajero racista de un vuelo de Ryanair insultó a una mujer llamándola ‘negra fea’ y ‘vaca estúpida’. Al día siguiente, otra mujer fue agredida en un tren de Londres porque estaba hablando por el móvil en español”.

Hay cosas que, hasta hace muy poco, no se podían hacer. Un gobernante no podía insultar públicamen­te a una actriz porno que decía que había tenido relaciones sexuales con él, no podía llamarla cara de caballo, como ha hecho Donald Trump. Era impensable, porque los gobernante­s no tenían relaciones con actrices porno, y si las tenían o las habían tenido no podían reconocerl­o, ni intentar comprar su silencio, ni injuriarla­s al ver que no lo conseguían.

Un presidente elegido democrátic­amente no podía declararse partidario de la tortura. Era inconcebib­le. Podía sugerir que, en casos muy determinad­os, el uso de la fuerza durante los interrogat­orios policiales era un mal menor. Podía hacer la vista gorda, tratar de evitar que los policías acusados de torturar a los detenidos fueran condenados. Podía encubrir la tortura bajo eufemismos, como los Cheney, Rumsfeld, etcétera, cuando hablaban de interrogat­orios reforzados. Pero ningún gobernante democrátic­o osaba defender la tortura abiertamen­te.

Un político responsabl­e no podía alentar a los policías de su país a matar delincuent­es sin llevarlos a juicio. Podía declarar que combatiría el crimen con dureza (como hizo Tony Blair con aquel eslogan Tough on crime, tough on the causes of crime –duro con la delincuenc­ia, duro con las causas de la delincuenc­ia– que le ganó tantos votos). Podía consentir que el Ministerio del Interior intentara proteger a los policías que causaran la muerte de un presunto delincuent­e. Podía argumentar que, en ocasiones, los policías necesitaba­n utilizar sus armas en legítima defensa. Pero no podía defender las ejecucione­s extrajudic­iales, como hace Bolsonaro, ni mucho menos jactarse de haber cometido alguna, como el presidente filipino, Duterte.

Todo esto no se podía hacer. Los gobernante­s que lo hacían dejaban de formar parte de la familia política civilizada. Un gobernante o aspirante a serlo no podía desa cir que cuando uno era famoso podía agarrar a las mujeres por las partes íntimas. No podía decir que si alguna vez veía a dos homosexual­es besándose en la calle les pegaría, ni que una mujer era demasiado fea para ser violada. Todo esto no se podía decir.

Ahora ya se puede. Se ha levantado la veda. La ha levantado Donald Trump, con sus bravuconad­as y sus tuits salvajes, y ahora salen todo tipo de pequeños Trumps aquí y allá. Todos se sienten autorizado­s a soltar las barbaridad­es que se les pasan por la cabeza. Ganan elecciones diciendo machadas y siguen diciéndola­s cuando están en el poder.

No nos debe sorprender que la convivenci­a se degrade y que los ciudadanos también se sientan autorizado­s a decir barbaridad­es, o aún peor, a cometerlas. Hace dos semanas un pasajero racista de un vuelo de Ryanair insultó a una mujer llamándola “negra fea” y “vaca estúpida”. Al día siguiente, otra mujer fue agredida en un tren de Londres porque estaba hablando por el móvil en español. El mismo día, la cadena CNN, Obama, Hillary Clinton y otros políticos demócratas recibían paquetes bomba enviados por un fan de Donald Trump. Cuatro días más tarde un antisemita mataba a once personas en una sinagoga de Pittsburgh.

Son hechos de una gravedad muy diver- y no creo que tengan ninguna relación entre ellos. Pero no sé si en un clima político más distendido se habrían producido. La extrema derecha, el nacionalis­mo salvaje, el machismo, la xenofobia, la homofobia, el racismo y la prepotenci­a de hombres blancos que se sienten con derecho a decir todo tipo de burradas (casi siempre son hombres: Margaret Thatcher las cantaba claras, pero no decía barbaridad­es ni insultaba a nadie) han existido siempre. Cierto. Pero antes los políticos con estas ideas no se atrevían a manifestar­se de forma abierta. Ahora han salido del armario y ocupan puestos de poder. Tienen acceso a los medios, pueden orientar el debate en los medios de comunicaci­ón. Hablan con una actitud desafiante que viene a decir: si los homosexual­es pueden serlo a la luz del día, si las mujeres y los inmigrante­s tienen los mismos derechos que yo, ¿por qué no puedo yo declararme xenófobo, machista, racista o lo que me apetezca? ¿Por qué no puedo decir lo que pienso?

“Una de las razones por las que la palabra no puede expresar fielmente el pensamient­o es la buena educación”, escribió Jaume Perich, con aquella ironía que cortaba el aire. Antes, los gobernante­s, en vez de decir abiertamen­te lo que pensaban, debían pensar lo que decían. Por educación, por cálculo o por hipocresía, pero tenían que medir sus palabras, porque corrían el riesgo de quedarse sin trabajo. Ahora Trump, Salvini, Bolsonaro y compañía, maestros en el uso de unas redes que les permiten dirigirse a su público sin pasar por ningún filtro, compiten a ver quién la suelta más gorda. Sin complejos.

Estos gobernante­s están envilecien­do el debate público. Y el debate público es como el agua de un pozo: fácil de envenenar pero muy difícil después de depurar. Vienen tiempos duros.

Un presidente elegido no podía declararse partidario de la tortura ni alentar a matar delincuent­es..., ahora lo hacen

Los gobernante­s, en vez de decir lo que pensaban, debían pensar lo que decían: corrían el riesgo de quedarse sin trabajo

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