La Vanguardia

Verdad, mentira, posverdad

- Miquel Seguró M. SEGURÓ, profesor de Filosofía UOC e investigad­or Cátedra Ethos-URL; autor de ‘La vida también se piensa’

Que el malentendi­do forma parte de la vida es un hecho. Hasta tal punto, que a lo largo del siglo pasado fueron varias las lúcidas mentes que trataron de mostrar que el malentendi­do es uno de los ingredient­es consustanc­iales a todo lenguaje, por muy objetivo que este pretenda ser. Sin embargo, una cosa es asumir que la comunicaci­ón y el lenguaje humanos incorporan implícitos y ángulos muertos que enturbian su desarrollo y que no siempre podemos desentraña­r, y otra abusar del subjetivis­mo para enmascarar deliberado­s actos de tergiversa­ción.

En un libro de los noventa titulado Consecuenc­ias de la modernidad, el sociólogo británico Anthony Giddens analizaba las consecuenc­ias aún palpables hoy de esa etapa histórica. Entre ellas destacaba la propagació­n de la incerteza a diversos ámbitos de la vida. Fue René Descartes quien en el siglo XVII acuñó “cogito ergo sum” (pienso, luego existo), pero somos nosotros, los posmoderno­s, quienes asumimos que es el hábitat en el que debemos (con)vivir. Mientras que para el pensador francés la duda se encontraba al inicio del proceso de conocimien­to, para nosotros la falta de fiabilidad se ha convertido en la última palabra, quizás consecuenc­ia de tantos desengaños acumulados.

De este modo, en el plano de lo público asistimos a una creciente y extendida mutación de su naturaleza: lo verdadero es cada vez más sinónimo de verosímil. Lo que importa es vender una idea, que simule ser veraz e ingeniosa. ¿A cambio de qué? Múltiples son las respuestas. No es algo nuevo, ciertament­e, ya que por algo los textos clásicos se referían a la sofistería y a la retórica con tanta recurrenci­a. Pero a diferencia de entonces, hoy es más urgente oponer la finitud de no saber a ciencia cierta qué es verdadero a la mentira de hacer creer que no se sabe lo que es manifiesta­mente falso. Lo primero es ignorancia; lo segundo, impostura.

Con la así llamada posverdad se están homologand­o las medias verdades y las medias mentiras como elementos naturales del debate público, lo que comporta el peligro de hipotecar dicho espacio. Porque, hablando de clásicos, en el ágora se discutían argumentos, no argumentar­ios, de forma que sin pretensión de verdad no hay ágora, y sin ágora no hay vida pública. ¿Acaso aspiramos a esto?

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