La Vanguardia

Los corrales

- Sergio Heredia

El maratón de Nueva York amanece a las 4.30 h: suenan los despertado­res. El trayecto es largo. Hay que navegar hasta Staten Island, o subirse en los autobuses lanzadera. Y luego, al alba, colocarse en los corrales, las cajas de salida.

“El escenario es apocalípti­co”, cuentan quienes lo han vivido. Un prado inmenso para 50.000 tipos somnolient­os. Los organizado­res van y vienen, colocando a cada uno en su sitio. Faltan dos horas para la salida. Sopla un incómodo viento de costado. Tienes los guantes, los manguitos y el gorro. Estás en pantalones cortos. A veces, cae un chirimiri. Ayer lucía el sol.

Entras en tu corral y vigilas los relojes. Faltan dos horas para la salida. Te miras la sudadera. Te la miras con cierta nostalgia. Pronto la tirarás ahí donde te encuentras, a tus pies. No la llevarás contigo todo el camino. Has escogido esta sudadera porque está vieja, y te viene grande, y tiene un par de lamparones. Pero ahora te atontas:

–No sé si tirarla. Recuerdo el día en que la compré –te dices. Debes dejar de pensar. Hemos venido a correr. Huele a ungüento, a sudor nervioso. Hay quien resopla, quien estira los brazos, quien se golpea el muslo para calentarse. Hace fresco, diablos.

Hay quien se hace selfies, y posa, y lo recoge todo. Algún día le enseñará las imágenes a alguien, vete a saber quién. La víctima, educada, sonreirá al ver las fotos. Se tragará el vídeo sin abrir la boca.

En el fondo, ese tipo tan educado estará pensando que esta es tu batalla, no la suya. –Pesado –se estará diciendo. A ti, el pesado, eso te importará un pito. Estarás recordando el momento en que cantaba Frank Sinatra: New York New York.

El momento en que abrieron los corrales.

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