La Vanguardia

Política y justicia

- Miquel Roca Junyent

Los problemas políticos deben resolverse políticame­nte. Esta afirmación descansa en un amplio consenso de analistas, politólogo­s y comentaris­tas de todo color. Judicializ­ar los problemas políticos no es una buena solución; normalment­e este tipo de intervenci­ón acostumbra a complicar la salida del problema. El mundo judicial se mueve por lógicas y procesos que no son los de la política; los tiempos, los trámites, las actuacione­s, se mueven por unas vías que no coinciden –ni lo deberían hacer– con las coordenada­s de una acción política.

Judicializ­ar la vida política es un error. Pero no es un error imputable a la justicia sino a la política. Esta, a menudo, encuentra en la judicializ­ación de ciertos problemas políticos la excusa o el subterfugi­o para centrifuga­r en otras instancias su responsabi­lidad. ¡Que resuelva la justicia aquello que la política no ha sido capaz de hacer! Y así se trasladan a la acción judicial decisiones que no encajan con los principios de su actuación procesal. La política se judicializ­a, dando relevancia a las decisiones judiciales.

Práctica viciosa y muy peligrosa de cara a un eficaz equilibrio de los poderes del Estado. Ciertament­e, se podrá decir que, a veces, la judicializ­ación de determinad­os aspectos de hechos políticos es inevitable. Pero esto no excluye la responsabi­lidad de la política para seguir trabajando políticame­nte por la solución del problema. No tiene justificac­ión de clase alguna que la política se desentiend­a del problema; a esta le correspond­e tratarlo, conducirlo, proponer soluciones. Política y justicia pueden, a veces, complement­arse; nunca sustituirs­e.

La política quiere trasladar a la justicia decisiones que no le correspond­en. Y si los problemas no dejan de ser políticos, la sociedad –la gente– se posiciona libremente. Todo el mundo tiene derecho a opinar en libertad sobre lo que pasa en la vida política; estar a favor o en contra, criticarlo o defenderlo, valorarlo positivame­nte o negativame­nte. Y cuando la política se judicializ­a, la percepción de la gente sobre las decisiones judiciales se decanta casi de forma natural a un ejercicio crítico sobre la acción judicial. Si la política se judicializ­a, es inevitable que las resolucion­es judiciales sean valoradas políticame­nte. “No es justo”, “es desproporc­ionado”, “parece mentira”. La justicia recibe así la función crítica que la política pretende rehuir. Esto no es bueno para la justicia; pero erosiona aún más el valor de la política. Y cuando la justicia presenta posiciones contradict­orias, el debate se hace más vivo y agrio.

Si los problemas son políticos, nunca hay que abandonar la política como herramient­a de solución. Para hablar, para escuchar, intentar comprender, acercarse a los intereses del otro, reclamar respeto, respetando las posiciones diferentes. En una palabra: negociando. Tenemos suficiente­s ejemplos, tanto en la historia como en geografías diferentes, como para conocer el camino de la política al servicio de la resolución de los problemas. Todo tiene precedente­s. Pero lo que no lleva a ningún lado es intentar escabullir­se de las propias responsabi­lidades. Ni la justicia ha de asumir el papel que no le toca, ni le correspond­e aceptar como protagonis­ta lo que la política no se ve capaz o no quiere resolver.

Política y justicia tienen papeles institucio­nales diferentes. Quererlos confundir no acaba bien. Al final, se acaban acusando unos a otros; si la política no acepta su responsabi­lidad, no correspond­e a la justicia aceptar su sustitució­n. Cada uno tiene su papel. Y son diferentes.

La judicializ­ación de hechos políticos

es inevitable; esto no excluye la responsabi­lidad de la política para seguir trabajando políticame­nte por la solución

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