La Vanguardia

¿Y a mí qué me importa?

- Carlos Zanón

La autoficció­n literaria sigue en boga. Libros en los que el autor es el personaje principal y uno de los pactos con el lector es que éste valore la sinceridad de lo que lee. No se trata de una simple autobiogra­fía porque la autoficció­n explica e interpreta lo que fue pero también lo que pudo haber sido. El valor de lo literario también está en que lo que leemos sea valiente, atroz, épico y transforma­dor. Al igual que otros grandes inventos como el tomate frito o la radiactivi­dad, la autoficció­n puede ser un desastre para el género humano. Cuando el autor es bueno, bendita autoficció­n, pero en caso contrario tenemos a todos los pequeños grandes egos de todos los pequeños grandes escritores narrando las pequeñas grandes cosas que le han sucedido y suceden como si fueran de importanci­a vital para el resto de la humanidad. Un crítico y poeta mayúsculo, T.S. Eliot, dijo que la función del poeta era explicar qué pasa y no qué me pasa. Enseñanza a la que los malos escritores de autoficció­n hacen el mismo caso que los jóvenes a los anuncios antidroga. Y en esto, llevamos toneladas de testimonio­s de rupturas, borrachera­s, pisos de estudiante con espaguetis y albóndigas, abusos pederastas, novias locas, autolesion­es, ingresos, curas tocones, madres maltratado­ras, madres solteras, madres sin suerte, polvos fetén y poco dinero por trabajos molones, drogas, más borrachera­s,

Épica pornográfi­ca, hilo musical, escritores de ‘Operación Triunfo’ y lectores de ‘Sálvame’

novios locos, divorcios, más albóndigas y espaguetis y más abusos, violacione­s, depresione­s, bares, trabajos cutres y más curas, profesores de gimnasia y hermanos solteros de tu madre rarunos, estancias en el extranjero, gatos, angustia nihilista, bares, novelas rechazadas, primeros matrimonio­s sin suerte, bicicletas, padres tolerantes pero ausentes, padres autoritari­os pero presentes, niños que te miran, traumados y desvelados, al final del pasillo, una ventana y luz del sol una mañana de domingo, algún aborto, la novela aceptada, más borrachera­s, soy superdisti­nto y por eso me aman todos, adiós a las albóndigas y hola Hollywood; ha llegado el Mesías. En la mayor parte de las ocasiones, las palabras que resuenan en tu mente son las de “¿Y a mí qué me importa?”. Toda esa épica que sin talento resulta gallinácea, pornográfi­ca, hilo musical de escritores de Operación Triunfo y casi lectores de Sálvame. La cosa es –siempre ha sido así incluso en la autoficció­n– construir una artefacto artístico que sea verosímil y que lea tanto al autor como al lector. Una suerte de lucidez vital que trascienda lo anecdótico desde la ficción. El hecho de que sucediera no le da relevancia como lectura. Para más alevosía, esas hipérboles o incluso trolas colocan al lector ante un falso y tramposo dilema moral. Si rechazas y abominas de lo escrito: un abuso en la infancia, desarreglo alimentici­o, autolesión con cristal de ventana, estás rechazando a las víctimas, apoyando la salsa de tomate y añorando el Enola Gay ,ynoes eso, para nada es eso.

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