La Thyssen sitúa a Dalí en el epicentro del surrealismo
El Thyssen y Abanca ilustran el peso del genio de Figueres en la vertiente pictórica del movimiento fundado por Breton
En los primeros años treinta, Salvador Dalí se colocó en el centro del arte surrealista incluso con la bendición de André Breton, que sin embargo no tardaría en distanciarse de él. Ahora, y hasta el 27 de enero, el Thyssen escenifica el lugar crucial que el genio de Figueres ocupó durante unos años en ese movimiento corriente clave del siglo XX. Lo hace con la pequeña pero potente exposición Dalí y el surrealismo en la colección de arte Abanca, que a través de 13 obras ilustra las idas y venidas al surrealismo de artistas como Joan Miró, Giorgio de Chirico, Max Ernst, Óscar Domínguez, Maruja Mallo, Joan Miró, Wifredo Lam, Eugenio Granell, Matta y Urbano Lugrís, además del propio Dalí.
El pintor catalán aparece representado en la muestra con dos cuadros colocados precisamente en el centro de la sala. El más reconocible como obra suya, y tal vez el más importante, es Las rosas sangrantes (1930). En él, Dalí retrata el deseo junto al dolor y el castigo en una escena de resonancias mitológicas protagonizada por una mujer que de un lado recuerda a Andrómeda –la hija de los reyes etíopes Cefeo y Casiopea– y por otro remite a la Beata Beatrix (1863) de Dante Gabriel Rossetti, según apunta el comisario de la exposición y conservador del Thyssen, Juan Ángel López Manzanares.
En todo caso, Dalí pintó esta obra cuando, profundizando en la vía “razonante” del surrealismo anticipada por Breton, expresó su convicción de que estaba “próximo el momento en que, por un proceso de carácter paranoico y activo del pensamiento, será posible sistematizar la confusión y contribuir al descrédito total del mundo de la realidad”. Un descrédito muy presentes en Las rosas sangrantes, se- ñala Manzanares. Por otro lado, la sangre de las rosas puede aludir a los problemas ginecológicos de Gala por aquella época.
Después de consagrar la escritura automática y el relato de los sueños como los dos procedimientos esenciales de creación surrealista, Breton abrió la puerta a “ciertos procesos de engaño puro cuya aplicación al arte y la vida tendría el efecto de fijar la atención ya no en lo real o en lo imaginario sino, cómo expresarlo, en el reverso de la realidad”. Y fue Dalí quien mejor representó esa forma de concebir el surrealismo. No en vano el llamado padre del movimiento eligió al catalán para decorar el frontispicio de una edición de 1930 del Segundo manifiesto del surrealismo, con esta dedicatoria: “A Salvador Dalí: cuyo nombre es para mí sinónimo de la revelación en su sentido más resplandeciente y siempre algo deslumbrante, como siempre lo he entendido, con mi afecto, mi confianza y mi esperanza más ciega”.
El otro cuadro de Dalí en la muestra del Thyssen es Patio oeste de la isla de los muertos, obsesión reconstructiva a partir de Böcklin. El óleo combina el contraste entre verticales y horizontales de la obra del pintor suizo a la que alude con elementos del universo onírico tomados de la iconografía freudiana y del mundo personal del propio Dalí.
El recorrido en el museo madrileño empieza por La confusión del taumaturgo (1926), de Chirico: primer surrealista que exploró el mundo de los sueños y llevó a sus telas la metáfora del conde de Lautréamont sobre “lo bello del encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección”, imagen que intenta mostrar un fuerte contraste capaz de provocar una “chispa poética”.
Los dos óleos de Miró que la colección Abanca lleva al Thyssen, Cabeza de hombre III (1931) y Cabeza, pájaro (1976) son, en el relato de la muestra, los mejores exponentes de la traslación de la escritura automática al campo de la pintura.
Dos creaciones del tinerfeño Óscar Domínguez, Piano (1933) y El Drago ( 1933), y una del coruñés Urbano Lugrís, Principio y fin (1948) evidencian a ojos vista la influencia de Dalí en ambos artistas. Y Roberto Matta, Wifredo Lam y Eugenio Granell, presentes cada uno con una pieza, sustentan más bien la aspiración de Breton (año 1942) de dotar al hombre de “una nueva mitología, moderna y capaz de catalizar la aspiración de lograr un arte más humanista y universal”.
Dos obras de Miró son las que mejor exponen la traslación a la pintura de la técnica de escritura automática