La bolsa y la vida
La decisión del Tribunal Supremo de enmendarse a sí mismo en relación con el pago de los impuestos de las hipotecas; y la creciente longevidad de los barceloneses.
MÁS de dieciséis horas de intensas deliberaciones de los veintiocho magistrados del pleno de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo no han evitado que el Alto Tribunal haya cometido un nuevo error. Por un ajustado margen de quince votos contra trece se ha tomado la decisión de anular la reciente sentencia, del 16 de octubre pasado, que dictaba que el impuesto sobre actos jurídicos documentados (AJD) en las hipotecas debían pagarlo las entidades financieras y no los clientes. Ahora continuarán siendo los clientes los que abonarán el citado tributo, ya que no hay posibilidad de nuevos cambios.
Hayquerespetarlacitadadecisiónjudicial,yelderecho del Alto Tribunal de revisar y corregir sus sentencias, en aras de una mejor administración de justicia. Pero no se puede negar que la decisión tomada por la mayoría del pleno genera estupor entre los ciudadanos y no evita el desprestigio en que ha incurrido el Alto Tribunal. En la opinión pública ha calado ya la idea, sea o no verdad, de que el Supremo decidió revisar la citada sentencia por presiones de la banca, con lo que se cuestiona públicamente su independencia.
Es evidente que la revisión y acotación de dicha sentencia era del todo necesaria por la confusión que generaba su aplicación en un mercado, como el hipotecario, tan importante para la economía del país. Lo que nadie esperaba, ni el propio Gobierno, es que se volviera a la situación anterior, en una decisión judicial que perjudica a los clientes, beneficia a la banca, desacredita al propio Tribunal Supremo y, con ello, a la imagen y el funcionamiento de la justicia española en general. Las propias entidades financieras ya daban por asumido que iba a consolidarse el cambio, aunque esperaban que no fuera retroactivo. Ahora, su propia imagen se verá afectada.
Todo el mundo daba por hecho que el pleno del Supremo se centraría en acotar la retroactividad del impuesto sobre actos jurídicos documentados en las hipotecas hasta el máximo de los últimos cuatro años, en virtud de la legislación fiscal vigente. Ello habría supuesto un coste para la banca de entre 3.000 y 5.000 millones. Otra opción habría sido mantener la sentencia para las nuevas hipotecas que se firmaran a partir de ahora. Pero nadie, como hemos dicho, había previsto su anulación.
Hay que admitir que la gestión de los magistrados del Tribunal Supremo con respecto al impuesto sobre actos jurídicos documentados ha sido desastrosa. El primer y gran error de la alta magistratura estuvo en no convocar el citado pleno para valorar previamente, antes de que sentara jurisprudencia, el cambio de doctrina adoptado por la Sección Segunda de la Sala de lo Contencioso, compuesta en ese caso por sólo seis magistrados. Hay que tener en cuenta que el Supremo hasta ese momento había respaldado siempre –al igual que sucede en el resto de Europa– que el pago de los impuestos de las hipotecas corresponde a los prestatarios, como lo sigue pensando actualmente buena parte de los magistrados, tal como se ha visto.
Hay que defender siempre la máxima seguridad jurídica para la buena marcha del país y, en este caso, para un mercado tan importante como es el hipotecario para la economía y para las familias españolas, que hasta ahora habíafuncionadomuybien.Loqueesunaverdaderalástima, y que puede provocar daños irreparables en la sociedad, es que ello se haya hecho a costa del desprestigio de la justicia por culpa de una mala gestión de los procedimientos de la misma.