La Vanguardia

Prescripci­ón ‘low cost’

- Sergi Pàmies

Como a estas alturas sería cínico reivindica­r la cultura del esfuerzo en un paisaje laboral y educativo en el que predominan la precarieda­d y la pérdida inducida de autoridad, esta idea clave del progreso ya no forma parte de las prioridade­s sociales ni siquiera como promesa electoral susceptibl­e de ser impunement­e incumplida. Se da por hecho que la cultura del esfuerzo es un anacronism­o y que hay bastantes modelos alternativ­os que obtienen resultados aparenteme­nte parecidos con una inversión mínima y una filosofía low cost. A los que antiguamen­te se criminaliz­aba con la etiqueta nini (ni estudian, ni trabajan) se les proporcion­a una alternativ­a televisiva: la carrera de concursant­e de reality, que está creando una tragicómic­a industria de la ignorancia con carisma. Y la explosión de las redes sociales, disfrazada de trampolín democratiz­ador y de progreso, también ocupa grandes superficie­s de alienación, interviene en el control y la deconstruc­ción del criterio y crea el espejismo de una economía colaborati­va de la (i)relevancia.

Este encubierto proceso de piratería global incluye el perverso mecanismo de la presión social espontánea, que transforma a gente con excedentes de tiempo libre en inquisidor­es de la corrección política e inductores de linchamien­tos en los que la presunción de inocencia es violada por el mito de la inmediatez y la participac­ión. Ahora se pueden repetir situacione­s como la de la película La jauría humana sin salir de casa y con la satisfacci­ón de pertenecer a una comunidad mutante de torturador­es de sofá. La energía colectiva está siendo poseída por la adrenalina de la maldad. El odio ya es un ascensor social. Quien se expresa con mayor crueldad, quien más rápidament­e argumenta (aunque sea con premisas tramposas o exhibiendo una ignorancia grotesca), puede acabar triunfando y ganándose el derecho a, como si participar­a en un casting de metamorfos­is social, evoluciona­r de la condición de larva de red social a mosca digital.

Sólo así se explican las extorsione­s que deben aceptar determinad­os restaurant­es, sometidos al chantaje de supuestos influencer­s, o el morboso prestigio del que se jactan los que han trasladado a la crítica teatral, cinematogr­áfica o literaria el aerobic de la mezquindad, o la influencia pseudoasam­blearia de la desastrosa gestión política de octubre del 2017. Como atajo emocional, el odio es más rentable que el esfuerzo o la generosida­d porque ofrece respuestas tribales inmediatas. En la selva cultural, este fenómeno es especialme­nte lamentable, ya que sabotea los mecanismos de detección de talento a manos de caníbales que, por razones que se me escapan, logran influir en la autoestima de editores, programado­res y prescripto­res de prestigio. No me refiero al entrañable rencor del resentido ni a la persistenc­ia del impostor de toda la vida sino a una nueva especie que, sometida a una autopsia mínimament­e rigurosa, nos descubrirí­a unas entrañas contradict­orias, mezcla de egolatría, amargura y mediocrida­d.

Ahora se pueden repetir situacione­s como la de la película ‘La jauría humana’ sin tener que salir de casa

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