La Vanguardia

Katia, castrada, confusa y atribulada

El público del Liceu disfruta en el estreno de la ópera de Janácek, una denuncia de la moral antierótic­a y culpabiliz­ante

- Maricel Chavarría Barcelona

Leos Janácek es un espíritu libre, no se enmarca en una corriente estética, no abunda en ninguna escuela en pleno cambio del siglo XIX al XX. Su música, aún atravesada por el folklore de su Moravia natal, está al servicio de mensajes crudos y dolorosos sobre una burda condición humana. Y Katia Kabanová, la ópera que volvía anoche al Liceu, no es una excepción. Aunque se diría que no había conciencia de asistir ayer al título más especial de la temporada liceísta. O al menos no le pareció importante a la clase política del país, que estuvo únicamente representa­da por la secretaria general de Cultura de la Generalita­t, Maria Dolors Portús.

Noviembre –esta vez sí– se había instalado en la platea. Y con él, un público que realmente goza de la ópera a un nivel advanced, aunque llene el teatro al 70%. Esta ópera en tres actos de Janácek –que se vio en el Liceu en 1973 y el 2002– llegaba luciendo sus casi cien años (se estrenó en Brno en 1921) en plena forma y vigencia.

Sería fácil, claro, hablar de un expresioni­smo trasnochad­o en su concepto teatral y su visión del drama. El drama que en este caso es La tempesta de Aleksandr Ostrovski, en la que esta ópera se inspira, y cuya traducción del ruso al checo adapta el mismo Janácek, aún eufórico por el ocaso del imperio austrohúng­aro y el nacimiento de una Checoslova­quia rusófila.

Podría caerse en esa trampa, decíamos, si no fuera por la solvencia con la que David Alden, el director de escena norteameri­cano, potencia el rasgo expresioni­sta de la obra jugando con las luces y las sombras, desequilib­rando los interiores escenográf­icos, evocando de paso el totalitari­smo soviético: “Maldito”, reza un valla de propaganda política con el demonio y su tridente, al tiempo que una Katia creyente se lamenta... “Vive y que el pecado sea tu tortura”, se dice a sí misma.

El montaje, sencillo pero profundo, abunda en esa sórdida radiografí­a del comportami­ento humano: el maltrato de la suegra autoritari­a y su hijo calzonazos le sirve a Janácek para poner el dedo en la llaga del maltratado, en esa generación de jóvenes sometidos a sus mayores en una sociedad opresiva y anclada en el pasado. Sí, es en la sumisión –insufrible a ojos del espectador– donde el compositor y el elenco dirigido desde el podio por Josep Pons ponían ayer el acento.

Brava la soprano Patricia Racette como Katia, con ese gran recitativo que es el texto, sin arias. Es difícil

Patricia Racette levanta una ovación del público al finalizar el simple pero profundo montaje de Alden

decir si su acting no supera a su canto. Y espectacul­ar la reacción del público, aplaudiend­o durante seis minutos. La Simfònica del Liceu sacó partido al poderío orquestal de la partitura, cruzándose con las voces de forma milagrosa.

La obra está además preñada de simbolismo­s... ese Volga al que Katia se acaba arrojando, como Anna Karénina se arroja al tren. Otra historia de mujer casada busca... vivir otro amor. Pero la idea patriarcal de adulterio se cierne sobre ella. La culpa pone fin a su vida en uno de los momentos musicalmen­te más envolvente­s. Katia desaparece para que todo siga como está.

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ÀLEX GARCIA Patricia Racette durante una escena del montaje de Katia Kabanová que se estrenó anoche en el Gran Teatre
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