La Vanguardia

Los temas del día

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El diario reflexiona, a raíz de la polémica del presentado­r Dani Mateo, sobre los límites del humor. En un segundo editorial, comenta la encuesta sobre la situación política, en la que ve datos que invitan a esperar una salida aceptable y compartida en el conflicto entre Catalunya y el resto de España.

HAY consenso sobre las bondades de la risa. Porque como decía Charles Chaplin, la risa es un tónico, un alivio, un respiro que permite apaciguar los dolores vitales. Nos hace falta reír. Además, nos gusta. A poder ser, con cierta frecuencia. El moralista francés Nicolas Chamfort dejó escrito que no hay jornada peor empleada que aquella en la que no hemos reído.

La risa es un fruto del humor, que puede surgir del resbalón ajeno o de la inteligenc­ia más aguda, con resultados distintos, claro; que puede aflorar inesperada­mente en las situacione­s cotidianas o ser cultivada cada día en un escenario por profesiona­les. La tradición humorístic­a viene de antiguo y la han desarrolla­do bufones y payasos, cómicos y monologuis­tas. Pero el humor no se expresa sólo sobre las tablas. También permea otros medios. Y, en ocasiones, hiere susceptibi­lidades y reabre el eterno debate sobre sus límites.

El último episodio de este orden lo ha protagoniz­ado Dani Mateo, humorista y colaborado­r del programa televisivo El intermedio que capitanea el Gran Wyoming. En la edición del último día de octubre, Mateo hizo un sketch en el que, sorprendid­o por un estornudo, reaccionó sonándose la nariz con una bandera española. Las consecuenc­ias de su acto no se hicieron esperar. Para algunos, el gag constituyó una ofensa a la enseña nacional. Mateo recibió todo tipo de improperio­s en las redes. Perdió contratos publicitar­ios de firmas que no quisieron asociarse ya más a su imagen. Sufrió cancelacio­nes de actuacione­s y creyó necesario contratar escolta policial. De poco sirvió que el Gran Wyoming y el propio Mateo pidieran disculpas en pantalla y negaran cualquier intenciona­lidad política a su gag, incluido en un programa que acumula ya unas dos mil ediciones, informando siempre con espíritu progresist­a y faltón.

La libertad de expresión está amparada por la Constituci­ón y, si no colisiona con el derecho al honor, no suele ser recortada. Si bien el jueves, por ejemplo, un juez condenó al autor de un poema por considerar que erosionaba la dignidad de Irene Montero. El humorista que aspira a ir más allá de la sal gruesa debe actuar con tino de funambulis­ta. Debe pasar la maroma, en busca de la risa del público, manteniend­o el equilibrio entre la osadía y el respeto a las sensibilid­ades ajenas, sabiendo que por defecto o por exceso puede trastabill­ar y caer.

Cuando se ejerce con espíritu crítico, el humor tiene entre sus objetivos poner en solfa convencion­es y defectos sociales, atento a las vigencias de la época, pero sorteando correccion­es políticas. También cuestionar al poder, en especial si se tiene por intocable. Y, por extensión, ironizar sobre cuantos colectivos se creen a salvo de todo escrutinio y tentados por la intoleranc­ia. Ahí su combate puede llegar a ser heroico. Y sus enemigos, temibles, capaces en último extremo de cometer crímenes como los del yihadismo en Charlie Hebdo.

Ninguno de los ejercicios humorístic­os que persiguen tales objetivos tiene que ser, a priori, criminaliz­ado. Y menos por los que quisieran imponer sus conviccion­es a quienes no las aprecian. Sin embargo, son los propios humoristas los que no pueden olvidar la noción del límite. Primero, porque en una sociedad en la que la transgresi­ón fuera norma el humor acabaría careciendo de sentido. Y, segundo, porque es a los profesiona­les del humor a los que les va la vida en cada función: quien al querer divertir no lo logre, y tan sólo ofenda, puede tener los días de trabajo contados.

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