La Vanguardia

De ratas y rateros

- Joana Bonet

Joana Bonet escribe sobre los roedores y los ladrones que campan a sus anchas por algunas ciudades. Y concluye: “En estos tiempos tan obcecados en la limpieza interior, las ratas y los rateros nos recuerdan que, pese a sentirnos a salvo entre paredes blancas aromatizad­as con velas de vainilla, estamos rodeados de mierda”.

Ocurrió en Nueva York, en una cena de cumpleaños. Mis amigas Lorena y Olga fueron a cenar a The River Café, una especie de plató que hace felices a los turistas que quieren sacar fotos del puente de Brooklyn y formar parte del fotograma universal. Sobre la mesa con vistas al río, el pan tierno, la ensalada templada, hasta que escucharon un crujido seguido de un temblor de las vigas de madera del techo. Una rata cayó sobre la mesa y su cuerpo inerte, peludo, con su olor feroz, acabó con el brillo de las copas y con toda la belleza que cabía aquella noche sobre el puente. 600 gramos de asco en el cubierto que el camarero, raudo, cubrió con una servilleta blanca. Porque un rata ensucia la mirada. Es un bicho de cloaca lleno de gusanos que transmite bacterias y engorda con la basura. Astutas y organizada­s, resultan un clásico de la intimidaci­ón que merodea entre la pobreza y la mugre, un roedor con el que no se puede jugar. Pero convivimos con ellas, y de qué manera.

Nueva York vivió bajo la leyenda de que la habitaban más de ocho millones, una por habitante, y su vida secreta construyó diversas leyendas urbanas. Se cree que el número esté hoy cerca de los dos millones. Nadie sabe a ciencia cierta cuántas hay en Madrid, pero Barcelona ya dispone de un censo de ratas de alcantaril­la: 200.000. Me viene a la memoria la novela de Bohumil Hrabal Una soledad demasiado ruidosa (Galaxia Gutenberg), cuyo protagonis­ta no se cansa de repetir que lleva 35 años prensando papel viejo en un sótano: “Oigo claramente el alarido de las ratas, el sonido de la carne roída, los aullidos y los gritos de victoria, el chapoteo de los cuerpos que luchan dentro del agua (…), pero yo ya sé que al abrir la tapa o la reja de cualquier alcantaril­la y al bajar al fondo, en todas partes he de oír ese mismo fragor bélico”.

Aflora también otro dato paralizado­r: en la Barcelona de los narcopisos y las reyertas se producen quince hurtos cada hora, según el Ayuntamien­to. Los expertos en control de plagas afirman que mientras no se vea a los roedores, estos no son un problema. Y con la criminalid­ad ocurre lo mismo: los robos con violencia y la venta de droga a plena luz acaba con una de las sensacione­s que más certeramen­te definen la calidad de vida en una ciudad, tal y como se la escuché definir en la Ser al alcalde de Pontevedra: “Es salir de casa y hallar en el espacio público una prolongaci­ón de la misma”. La insegurida­d crea una atmósfera cargada, mientras que la suciedad es sinónimo de malestar y de una considerab­le falta de amor propio. En estos tiempos tan obcecados en la limpieza interior, donde todo se requiere detox –de los zumos a las relaciones–, las ratas y los rateros nos recuerdan que, a pesar de sentirnos a salvo entre nuestras paredes blancas aromatizad­as con velas de vainilla, estamos rodeados de mierda.

P.D. A mis amigas, aquella noche las emborracha­ron con Moët Chandon y les pusieron una limusina. Aún hoy huelen la rata.

Una rata cayó sobre la mesa y su cuerpo inerte acabó con el brillo de las copas y con toda la belleza

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