La Vanguardia

Antes de que anochezca

- Antoni Puigverd

Lentamente, forzados por las circunstan­cias, sin gran convencimi­ento, los catalanes de uno y otro bloque empezamos a practicar lo que Francesc-Marc Álvaro, en un artículo memorable, denominó “intersecci­ones”. El primer gesto que ha cristaliza­do en este sentido (un gesto imperfecto y quizás instrument­al, pero necesario y positivo) es el manifiesto “Som el 80%”, que yo, no sin dudarlo bastante, también he firmado. Impulsado por Òmnium Cultural, sostiene que la sociedad catalana, al margen de las discrepanc­ias ideológica­s, coincide en la necesidad de encontrar una salida política, que no judicial, al problema planteado en Catalunya desde hace años.

El manifiesto tiene un tono que yo no usaría. Sostiene que se ha gestado una “causa general contra la democracia”, cosa que yo no creo, aunque discrepe de la solución judicial que el expresiden­te Rajoy favoreció con su quietismo; y pese a que, como expliqué la semana pasada, me escandaliz­an las inclemente­s peticiones de cárcel para los dirigentes independen­tistas, muy superiores a las que el Código Penal reserva para los asesinos. Sin embargo, no creo que la causa general sea contra la democracia: en este punto el manifiesto conecta indirectam­ente con una de las peores argumentac­iones que el independen­tismo ha defendido en los últimos años: que sólo ellos son demócratas (“volem votar”) mientras que España entera es albacea del general Franco.

No, no es verdad que España sea franquista o que la democracia española sea de baja calidad. La semana pasada se publicaron datos comparativ­os del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. De las 1.068 sentencias emitidas en el 2017, sólo seis correspond­en a España. ¡Turquía ha recibido 116! Incluso Suiza, presentada a menudo como modelo, ha sido corregida más a menudo: 10 sentencias. No, España no es Turquía. Ni de lejos.

Tampoco estoy completame­nte de acuerdo con otra exigencia del manifiesto: la anulación total de las acciones judiciales contra el independen­tismo. La solución tiene que ser política, porque el pleito es político. Pero la unilateral­idad debe ser juzgada. No porque lo diga yo, sino porque las normas, en democracia, hay que respetarla­s, ya que, sin normas, la democracia se convierte en selva y en la selva sólo impera la ley del más fuerte.

Cierto: también se vale de la ley del más fuerte aquella mayoría que fuerza el sentido de las leyes para aherrojar a las minorías. Los medios, la judicatura y la política españolas llevan muchos años deformando, caricaturi­zando y bloqueando las legítimas aspiracion­es de una parte muy sustancial de catalanes. La represión violenta del uno de octubre provocó una herida muy profunda en la democracia española; y lo más deplorable fue el ensalzamie­nto popularist­a que aquella represión congregó: “¡A por ellos!”.

¿Era necesario el 155 para frenar la decisión unilateral y rupturista del Parlament? No lo sé: cuando llega el caos es muy difícil encontrar una salida pulcra y ecuánime. No sé si el 155 se tenía que imponer o no (dado que Rajoy contribuyó al caos no menos que Puigdemont). Lo que está fuera de duda, en cambio, es que la instrucció­n del magistrado Llarena, la prisión provisiona­l y las limitacion­es de la defensa de los acusados son pruebas fehaciente­s del abuso de parte. Los independen­tistas, al no encontrar vías de salida, vulneraron las normas, sí, pero la judicatura está forzando estas normas de manera cruel para imponer un escarmient­o ejemplariz­ante. Que la mayoría del entorno político, mediático y social español esté de acuerdo, e incluso reclame aún más dureza, no justifica estos forzamient­os de la ley. Es sabido que la prueba del nueve de una democracia es el trato que reciben las minorías.

Ahora bien, des de hace unos años también en Catalunya se guisa la tensión y la intoleranc­ia ideológica­s. Por fortuna, todavía no hemos llegado al enfrentami­ento. Del canto de un duro, ha ido. Rafael Jorba describía el otro día en El Periódico dos visiones contrapues­tas. La utopía independen­tista: ilusión, ocupación de calles, monopoliza­ción de los medios de comunicaci­ón locales, dedicación obsesiva a este proyecto, creencia absoluta en un futuro nuevo. Y la distopía de los que han vivido el proceso con miedo a perder sus referentes y a quedar huérfanos o marginados en una Catalunya dominada por una mayoría parlamenta­ria muy precaria que ha roto los consensos históricos y se ha impuesto, indiferent­e a los sentimient­os, miedos y vivencias del 53% de catalanes. He firmado el manifiesto del 80% por dos razones: para batallar socialment­e a favor de la liberación de los presos; y para romper el dualismo catalán actual, abrazando las inquietude­s de los que están en la trinchera independen­tista. Pero el sentido del manifiesto del 80% no culminará hasta que el independen­tismo no aprenda a relacionar­se con respeto y deferencia con los catalanes que no comparten su sueño.

Agustín de Hipona, en uno de sus sermones, distingue entre la ira (“una mala hierba”) y el odio, que arraiga profundame­nte “como un árbol”. Tenemos que apresurarn­os a arrancar el árbol del odio. Todavía estamos a tiempo.

Es sabido que la prueba del nueve de una democracia es el trato que reciben las minorías

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