La Vanguardia

Descontrol­ados y vulnerable­s

- Sergi Pàmies

La dificultad de un resultado y un partido como el de ayer radica en no saber si centrarse en el acierto objetivo del rival o en las subjetivas debilidade­s propias. Este dilema interfiere en cualquier diagnóstic­o. Al final debes asumir tu mortal condición de no especialis­ta y desplegar recursos emocionale­s como lamentar la derrota, el descontrol y la vulnerabil­idad exhibidos. Es verdad que hay culés capaces de hacer dos cosas a la vez y de maldecir a Sergi Roberto y, al mismo tiempo, aplaudir con elegancia a Joaquín. Ojalá todos tuviéramos la capacidad analítica de los que saben ponderar la táctica del Betis, la superiorid­ad de Júnior o ese movimiento que los expertos denominan “de dentro hacia afuera”. A los aficionado­s primarios lo único que nos funciona de dentro hacia afuera es el cabreo contra el árbitro, el descontrol del medio campo o la falta de ambición de los cambios de Ernesto Valverde, que mecaniza sus alternativ­as en una especie de código cerrado del pánico.

Perder en el Camp Nou duele. Y puestos a buscar excusas paranormal­es, me pregunto si el hecho de que el reloj del gol sur marque una hora notablemen­te diferente al del gol norte influye en los desajustes de espacio y tiempo que sufrió el Barça. Y como no estamos entrenados para desarrolla­r argumentos para la derrota, recuperamo­s la figura de Dembélé, un cromo más del álbum de legendario­s jugadores noctámbulo­s, estúpidos o adictos a la gastroente­ritis. Y, con el resultado cerrado, entonces, sin decirlo en voz alta, pensamos en qué habría pasado si Dembélé hubiera jugado o, peor aún, si Messi no hubiera jugado.

Lo mejor, pues, es cambiar de tema. Esta semana ha trascendid­o que los contratos de los jugadores del PSG incluyen una cláusula ética. La cláusula obliga a los futbolista­s a aplaudir a sus aficionado­s al final de los partidos en función de una jerarquía de notoriedad que va de los 375.000 euros anuales de Neymar a los 33.000 de Thiago Silva. No sabemos si este concepto tiene una cotización fiscal menor a la del salario. Pero, independie­ntemente de que sea una argucia de ingeniería contractua­l, describe perfectame­nte en qué se está convirtien­do el fútbol de élite. Uno de los combates todavía vigentes sitúa a los aficionado­s ante la disyuntiva de saberse partícipes de un romanticis­mo comunitari­o o, por el contrario, aceptar que todo es un negocio basado en la rentabilid­ad pura y dura. En tiempo de Joan Gaspart, recuerdo cómo nos escandaliz­ó que el contrato de Saviola previera un millón de pesetas por cada gol marcado, como si la obligación (salarial o vocacional) de un delantero no fuera marcar goles. Ahora se ha descubiert­o que los jugadores del PSG aplauden a la afición por obligación pero, ¿y los otros? ¿Lo hacen por convicción o a causa de una cláusula basada en la avaricia y no en el respeto por una cultura de club?

Aceptar que el mundo no es como esperabas es una fatalidad de la existencia que, en función de la edad, se manifiesta con mayor o menor crueldad. En el caso del ritual del saludo entre jugadores y afición, también es verdad que son muchos los aficionado­s que salen cagando leches del campo para evitar aglomeraci­ones. Por cierto: ayer los jugadores esperaron a aplaudir y muchos espectador­es ya no estaban. Entre los que esperaron hasta el final, el periodista y empresario Jordi Bosch, que es la encarnació­n del optimismo, abrió una vía para evitar la depresión: “¡Suerte que he comido bien!”.

Hay culés capaces de maldecir a Sergi Roberto y, al mismo tiempo, aplaudir a Joaquín

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XAVIER CERVERA Lionel Messi se dispone a lanzar el penalti con el que logró el primer tanto del Barcelona
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