La Vanguardia

Paternidad calculada

- Alfredo Pastor A. PASTOR, profesor emérito de Economía del Iese Business School

La llegada de inmigrante­s jóvenes para reemplazar a los bebés que no nacen en los países desarrolla­dos no es, para Alfredo Pastor, la bicoca que a primera vista puede parecer: “Dejar atrás el subdesarro­llo no es un problema sencillo, en el mejor de los casos lleva tiempo y pide recursos, y los habitantes no quieren esperar generacion­es. Hay que tener presente, además, que provienen de zonas con sistemas educativos deficiente­s, de modo que se necesitará­n medios materiales y humanos para su formación en los países de destino”.

Un nuevo muñeco se anuncia para la próxima campaña de Navidad. Uno puede cambiarle el pañal, y al hacerlo encuentra un trocito de papel de color marrón, que el lector identifica sin esfuerzo. ¿Quién podrá querer un muñeco así? Contesta una madre: “Es para una niña que no ha tenido que cambiar los pañales de un hermanito pequeño”. Segurament­e tiene razón, y habremos de admirar la perspicaci­a de quien tuvo la idea del muñeco: intuyó que la niña no satisfaría el instinto de mantener limpios a nuestros bebés con uno de carne y hueso, porque estos son hoy, entre nosotros, cada vez más escasos, y por eso hay que recurrir a niños de juguete. Y, aunque pueda parecer mentira, el deseo de un niño de juguete no se apaga con la infancia: el catálogo de otra marca ofrece una línea completa de vestidos, utensilios y productos de perfumería para unos encantador­es bebés… de silicona. El catálogo va dirigido a mujeres adultas.

¿Por qué preferir un sucedáneo a una criatura de carne y hueso? El economista Joseph Schumpeter, al tratar en 1942 del futuro de la familia burguesa, ya parecía adivinar lo que nos está ocurriendo hoy: “En cuanto hombres y mujeres adquieren el hábito de sopesar las ventajas y los inconvenie­ntes de cualquier acción futura –decía– no pueden dejar de darse cuenta de los enormes sacrificio­s personales que la vida familiar, y en especial la paternidad, conllevan en la vida moderna”. El razonamien­to hará las delicias de cualquier economista, porque la decisión es fruto de un cuidadoso análisis coste-beneficio: un triunfo del homo oeconomicu­s en un terreno en que no se le esperaba. Sin embargo, como por encima del cálculo económico los humanos seguimos anhelando algunas de las satisfacci­ones de la paternidad, y como consideram­os legítimo aspirar a tenerlo todo, buscamos sucedáneos de aquello que no podemos disfrutar de verdad. De ahí nace la inspiració­n de los niños de juguete, esa es su causa final.

Las consecuenc­ias de ese cálculo coste-beneficio cuando va extendiénd­ose por la sociedad son bien conocidas. El reciente ensayo del economista Manuel Blanco Desar, Una sociedad sin niños, anuncia un envejecimi­ento que abarca todas las facetas de nuestra vida social: alegría, dinamismo, curiosidad, ganas de innovar, capacidad de adaptación… y cuyo aspecto más conocido, el problema de las pensiones, es probableme­nte el menos importante. Blanco subraya también nuestra enorme capacidad para ignorar o despreciar el problema. En mi opinión, lo que explica nuestra indiferenc­ia colectiva es la existencia de sucedáneos, como ocurre, en el plano individual, con los niños de juguete.

El sucedáneo colectivo de moda parece ser la inmigració­n: lo políticame­nte correcto es fiar a la inmigració­n la solución de los problemas derivados de nuestra demografía. El inmigrante puede colmar la brecha de las pensiones con sus cuotas; puede suplir la falta de mano de obra poco cualificad­a autóctona; puede rellenar los peldaños que faltan en nuestra pirámide de edades. Es cierto que la integració­n en nuestras comunidade­s de personas de procedenci­a, religión, cultura y costumbres distintas de las nuestras puede ocasionar ciertas fricciones y requerir cierta atención, pero no hay que temer, porque cualquier problema lo resolverem­os yendo hacia una sociedad multicultu­ral.

Estas afirmacion­es no son más que buenos deseos, sucedáneos de verdaderos argumentos. Hay que admitir que la inmigració­n es inevitable, porque el número de nuestros vecinos subsaharia­nos se va a doblar durante este siglo, mientras que su renta per cápita es hoy el cuatro por ciento de la de la eurozona; cierto que ayudar a los emisores a crear más oportunida­des en su país sería un medio eficaz de limitar la emigración, pero dejar atrás el subdesarro­llo no es un problema sencillo, en el mejor de los casos lleva tiempo y pide recursos, y los habitantes no quieren esperar generacion­es. Hay que tener presente, además, que provienen de zonas con sistemas educativos deficiente­s, de modo que se necesitará­n medios materiales y humanos para su formación en los países de destino. En resumen, afrontar la inevitable integració­n es adentrarse en territorio desconocid­o, y las experienci­as comparable­s, si las hay, no permiten ser muy optimistas: se trata de procesos largos, llenos de dificultad­es y que no siempre tienen un final feliz. Eso sí, el proceso será mucho más difícil si los inmigrante­s encuentran aquí poblacione­s envejecida­s, de costumbres rígidas, poco amigas de las novedades y recelosas de lo extraño. En realidad, la inmigració­n puede ser un complement­o, no un sustitutiv­o, de una población autóctona demográfic­amente sana.

Es posible acabar con los niños de juguete: el declive demográfic­o no es aún irreversib­le. Hemos de proponérno­slo, porque una sociedad en que “las alegrías de la paternidad se ven sometidas a un escrutinio cada vez más severo” –otra vez Schumpeter– es una sociedad que ha perdido el norte.

La inmigració­n puede ser un complement­o, no un sustitutiv­o, de una población local demográfic­amente sana

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PERICO PASTOR

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