Descarrilamientos
La inopinada renuncia del magistrado Manuel Marchena a presidir el Consejo General del Poder Judicial; y el accidente de tren de Vacarisses, que cuestiona el mantenimiento de las vías por parte de Adif.
NOVIEMBRE ha sido un mes negro para la judicatura española. Se cumplen quince días de la crisis de las hipotecas. Recordémosla: después de una sentencia en firme de la sala de lo contencioso del Tribunal Supremo (TS), revisando a favor de los particulares la jurisprudencia del propio tribunal sobre el impuesto de actos jurídicos, el presidente de la sala, Luís María Díez Picazo, convocó un inédito pleno (lo pertinente es convocarlo, si cabe, antes de emitir el fallo) que, después de unos días de tensa atención pública, acabó revocando el criterio ya sentenciado. En una España en la que las clases medias y populares siguen teniendo graves dificultades, el TS se corregía a sí mismo y aparecía a ojos de la opinión pública como el paladín de la banca. La figura del presidente del Supremo, Carlos Lesmes, quedaba en entredicho.
En este contexto, parecía necesario no demorar el pacto para renovar la cúpula del tribunal y del Consejo General del Poder Judicial, ya que Lesmes acababa su mandato en diciembre. La negociación se realizó con el secretismo habitual entre el PSOE, partido del presidente Sánchez, y el PP del flamante líder Pablo Casado, los únicos con votos suficientes para sacar adelante la renovación en el Congreso. El pacto situaba en la presidencia a un juez conservador y prestigioso, Manuel Marchena, en un pleno de mayoría progresista. Lógicamente, los partidos emergentes, a izquierda y derecha (Podemos y Ciudadanos), se sintieron defraudados y sus críticas, aunque razonables (el consenso tenía que haber sido más inclusivo), contribuyeron al clima de antipolítica que se cierne desde hace años entre nosotros. La simplificación de la vida institucional está siendo reforzada por la corriente que fructifica en todo Occidente con la aparición de líderes derechistas que verbalizan un desprecio por las formas y regulaciones democráticas, apelando a una inquietante visión directa y taumatúrgica del funcionamiento del Estado.
Podría mejorar, sin duda, el criterio de selección de los altos mandos de la judicatura. Pero considerar que la intervención de los partidos políticos es en sí misma negativa equivale a ceder a la fuerte corriente populista que, despreciando la base representativa de nuestra democracia, sugiere que el corporativismo judicial sería mejor y más eficiente. No sabemos si ceder el poder judicial al corporativismo de los profesionales de la justicia sería más eficiente. Lo que sí sabemos es que no sería políticamente neutro. Y por supuesto, prescindiría de los filtros democráticos. Unos filtros que deben ser representativos: preciso es afirmarlo hoy a pesar del ambiente antipolítico que ha suscitado el obsceno mensaje de WhatsApp del portavoz del PP en el Senado, Ignacio Cosidó, en el que afirmaba sin tapujos la seguridad del control político del Tribunal Supremo por parte del PP.
El watsap de Cosidó ha caricaturizado las formas representativas de la elección de los mandos del poder judicial y, provocando la inhibición de Marchena, ha agudizado la crisis de un tribunal que ha dado muestras de desgobierno y ha forzado criterios técnicamente muy discutibles en temas tan sensibles como las hipotecas o el procés catalán.
La situación es muy grave. No podemos ir al juicio de los líderes independentistas con un TS descarnadamente desprestigiado. Es urgente renovar consensuadamente la presidencia del TS y del poder judicial. Si los partidos no actúan ahora con sentido de Estado, la crisis institucional puede descontrolarse.