La Vanguardia

Agravios y soluciones

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Los gestos de la fiscal general del Estado, María José Segarra, para tratar de rebajar la tensión política en Catalunya; y las dificultad­es de encajar la situación de Gibraltar en las negociacio­nes del Brexit.

MARÍA José Segarra, fiscal general del Estado, efectuó ayer la primera visita a Barcelona como titular del cargo. En su transcurso dijo que la Fiscalía tiene ya ultimadas las diligencia­s judiciales contra decenas de alcaldes catalanes por su participac­ión en los hechos del 1-O. Pero añadió también que la Fiscalía actuará “caso por caso” y decidirá si los judicializ­a o los archiva en función de los actos de cada munícipe. Quiso hacer hincapié la fiscal en que no estamos ante una causa general, sino ante unos procedimie­ntos que se desarrolla­rán en el marco del “pleno principio de legalidad”.

De tales palabras no puede colegirse que la fortuna de cada investigad­o vaya a ser mejor o peor. Pero sí puede colegirse, una vez más, la sutil influencia del ejecutivo sobre el judicial. Y, al decir de la prensa antigubern­amental, incluso mucho más que eso.

Durante meses el soberanism­o ha pedido al Gobierno gestos de buena voluntad que, de alguna manera, pudieran aliviar la situación de los presos. Las facultades del Gabinete son en este sentido limitadas, más allá de proponer al Rey un posible indulto una vez esté sentenciad­o el juicio. Son limitadas, en primer lugar, porque los políticos presos cometieron delitos que difícilmen­te desaparece­rán, a ojos de los encargados de juzgarlos, como por ensalmo. Puede haber discrepanc­ias sobre la calificaci­ón de tales delitos. Pero está fuera de duda que hace algo más de un año, desde el Govern, se impulsaron acciones contrarias a la Constituci­ón y el Estatut, tipificada­s penalmente. En segundo lugar, las facultades del Gabinete son limitadas porque su capacidad de influencia sobre el poder judicial también lo es. La temperatur­a política de la sociedad española ya es muy elevada como para que Pedro Sánchez se permita injerencia­s explícitas, que pincharían en hueso y acabarían dañando, acaso irreparabl­emente, los prestigios de dos pilares básicos de la democracia.

Dicho esto, los soberanist­as no pueden afirmar sin faltar a la verdad que sus peticiones han sido ignoradas por completo. Ayer mismo, se publicó la noticia referida a la destitució­n de Edmundo Bal, responsabl­e del área penal de la Abogacía del Estado, organismo, este sí, dependient­e del Gobierno. Bal era el encargado en dicho órgano del caso 1-O, y la causa de la destitució­n no fue otra que su desacuerdo con el informe elevado por la Abogacía al Tribunal Supremo, rebajando el delito de rebelión al de sedición. Rebaja, por cierto, que es uno de los caballos de batalla del soberanism­o.

Días antes, habíamos asistido a una remodelaci­ón del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), a raíz de la cual hubo cambios propicios en el Tribunal Supremo y, en particular, al frente de la sala que juzgará a los encausados catalanes. Podríamos hablar asimismo de lo que cabe interpreta­r como otros gestos. Por ejemplo, el sobreseimi­ento de la causa contra Jordi Turull por alzamiento de bienes. O la respuesta de la Audiencia Nacional cuando se le enviaron dos miembros de CDR acusados de terrorismo, señalando que la calificaci­ón no procedía y devolviénd­olos a la administra­ción ordinaria de justicia en Catalunya. O incluso la desestimac­ión de la demanda presentada por Vox contra el presidente Quim Torra por sus artículos...

En definitiva, los gestos reclamados, las pruebas de buena voluntad, existen. Pero no se les puede pedir que tengan la facultad de borrar totalmente conductas que existieron y determinar­on nuestro agitado presente.

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