Selfie en Auschwitz
Escape room
Autoría y dirección: Joel Joan y Hèctor Claramunt Intérpretes: Joel Joan, Àgata Roca, Oriol Vila y Paula Vives Lugar y fecha: Teatro Goya (19/XI/2018) El tándem de El crac (Joel Joan y Hèctor Claramunt) ha escrito y dirigido una comedia ligera sobre la prueba del algodón de la sinceridad en la pareja. Dos protagonizan el experimento: una nueva y otra asentada, encerradas en un escape room, el último juego social. El karaoke del siglo XXI. El espacio ambientado por Joan Sabaté con cinematográfico detalle es un lugar macabro entre quirófano abandonado, laboratorio de científico loco y el terror claustrofóbico de Saw. Esta vez la mentira y la verdad serán determinantes para resolver los enigmas que abrirán la puerta salvadora.
Ritmo ágil para las situaciones presuntamente cómicas defendidas por cuatro personajes fáciles de reconocer con su equipaje de estereotipos ideológicos y de género. El tono es de la habitual retranca –el catalán conyeta sería mucho más preciso– que estila el dúo creativo. Un intento de repartir de manera equitativa puyas entre indepes, feministas, machirulos, urbanistas comunaires, actrices con pose de influencer, cupaires, directores de filmes arty, equidistantes, unionistas, integristas de la ética, relativistas, santivilas, adalides y críticos del lenguaje políticamente correcto, hipsters y toda la comedia humana barcelonesa concentrada en este cuarteto interpretado con evidente vis cómica por Joel Joan, Àgata Roca, Oriol Vila y Paula Vives. Un chascarrillo para cada espécimen para que el público pueda reír en compañía de los placeres culpables. ¿Un chiste machista? No hay problema, al segundo llega la contrarréplica como un antídoto. ¿Una esvástica? Adelante, ya se han reído antes de los nazis Ernst Lubitsch, Mel Brooks o Chaplin.
Pero quizá nadie había creído antes –aviso: spoiler mayúsculo y necesario– que fueran risibles sus métodos de exterminio. Cuando esa habitación de escape se transforma en una cámara de gas la risa se corta en seco. La mía. En Alemania –donde nací y me eduqué– es harto difícil que parezca gracioso recrear en un producto de entretenimiento cómo murieron millones de personas, sobre todo si el maestro de ceremonias es un sosias de Josef Mengele. De todo se puede hacer humor, incluso de las realidades más nauseabundas. Siempre disparando hacia arriba o hacia uno mismo, pero nunca sobre las víctimas con balas perdidas. Y menos en un contexto banal, frívolo, intrascendente. Escape room no es un provocador ejercicio de sarcasmo radical y punk, no es una página de Charlie Hebdo. Es una comedia de parejas con guiños a la actualidad. Una idea tan éticamente reprobable como una selfie –sonrisa de turista, dedos de la victoria– ante un crematorio de Auschwitz. Tan poco gracioso como un paredón de fusilamiento en el foso de Montjuïc.