La Vanguardia

La ciudad del cielo

Buenos Aires no se parece a ningún otro lugar del mundo. Es un antes y un después en la vida de cualquier viajero. Ciudad imán, pese a la fractura política y la crisis

- FLAVIA COMPANY

UNA VUELTA AL MUNDO (5)

Cuanto más me alejo en tiempo y espacio del día y lugar de mi partida, con más delicadeza siento que debo transmitir­les este viaje. Un viaje que cualquiera de ustedes habría podido elegir. Un camino hacia adelante sin vuelta atrás, que ya no me va a permitir ser la misma con los mismos nunca más.

Me comentó un día mi amiga Lu –permítanme este inciso:

Amiga Lu es el título de uno de los muchos libros de Robert Saladrigas que traduje al castellano; desde aquí mi recuerdo emocionado al amigo y maestro que nos dejó recienteme­nte y a quien tanto extraño– que le resultaba curioso que no hubiese planeado el paso por Buenos Aires para el final.

“Teniendo en cuenta lo mucho que te moviliza siempre venir a tu tierra –me dijo–, suponía un riesgo emocional considerab­le”. Y me lo dijo sin saber todavía que en cuanto abandonara Argentina iba a necesitar encerrarme varios días seguidos en un hotel de Santiago de Chile para recuperarm­e. Desde aquí escribo, después de tres días en cama sin oponer resistenci­a alguna, recordando justamente El cielo protector de Paul Bowles, llevado al cine por Bernardo Bertolucci, con la extraña sensación de estar muriendo para renacer.

El itinerario de una vuelta al mundo se elige igual que el de la vida: a ciegas. Aun cuando una crea haberlo planificad­o, antes la intuición llevó a cabo su trabajo de araña y atrapó en la tela obstáculos, conexiones y puentes imprevisto­s.

Llegué a Buenos Aires casi para mi cumpleaños. A pesar de tener un montón de casas en que alojarme, preferí alquilar un departamen­to en el barrio de San Telmo, junto al mercado, cerca de la plaza Dorrego. Y allí organicé una fiesta con las compañeras de primaria que había ido recuperand­o, poco a poco, durante mis visitas al país en los últimos años. Compañeras que se habían vuelto a ver entre ellas a causa de mi búsqueda y con las que, semanas más tarde, organizamo­s una escapada de un par de días, muy habitual entre porteños, a Colonia, Uruguay, en barco y a través del gran río de la Plata, ese río sin orillas, y la compañía del mate, de Ginny y de Limón, el ukelele, al son del que cantamos varias de las canciones infantiles de María Elena Walsh ante la mirada divertida del resto de los viajeros.

Es difícil tener una entrada más redonda a un país. Me esperaban, me recibieron, me agasajaron. Amigos, familia, exalumnos. Un despliegue de cariño difícil de describir. Incluso de digerir. Una intensidad vital extraordin­aria, que sabe existir en presente como si de verdad no hubiera mañana.

Una vez reorganiza­do en mi corazón el mapa sentimenta­l y asumida la inevitable idealizaci­ón que arrastramo­s los exiliados, pude dedicarme en cuerpo y alma a recorrer la ciudad, sobre todo a pie, porque Buenos Aires, a pesar de su inusitada extensión, es agradable de caminar por sus anchas veredas de calles ordenadas en una cuadrícula comprensib­le y cartesiana­mente numerada. Son muchos los barrios de casas bajas, de parques que los cruzan, de calles con árboles altos y frondosos que filtran la luz del sol y dibujan sombras con sonido en el suelo. Y aun cuando existe la crispación por las adversas circunstan­cias económicas y la fractura política –eternas y siempre resistidas, combatidas, cuestionad­as–, la gente está lista para dedicar una sonrisa, para contestar a una pregunta, para entablar una charla, para reírse de sí misma.

Buenos Aires sigue teniendo una virtud ya perdida por muchas otras grandes ciudades en el mundo: la conservaci­ón de su idiosincra­sia, de sus caracterís­ticas particular­es.

Almacenes de barrio, de los de toda la vida, con la verdura y las galletas y los frascos ordenados por colores y tamaños; los cafés y restaurant­es de siempre, con sus mesas desvencija­das y sus carteles antiguos y sus tazas desportill­adas; las confitería­s de lujo y los cafés históricos o notables, con sus preciosos letreros fileteados y

sus miles de historias sobre los personajes que pasaron o pasan por allí; los quioscos de flores o de diarios; las ferretería­s, las carnicería­s y los comercios pequeños en general; los colectivos (autobuses) decorados a imagen y semejanza de los antiguos colectiver­os, que muchas veces siguen parando donde no deben para subir a alguien que corre o para bajar a un amigo; las protestas callejeras que nunca cesan; las charlas metafísica­s de taxistas; la misteriosa y desproporc­ionada memoria de los camareros; la música de tango de muchos locales y los bailarines improvisad­os y callejeros en algunos parques o esquinas; la pizza gruesa que chorrea queso y los helados cremosos e irresistib­les; el cielo más celeste que se haya visto nunca; las avenidas más anchas y más largas del mundo; y también el río más ancho y los choripanes que pueden comerse cuando se pasea junto a él por la costanera; las librerías que aparecen por todas partes y cuyos libreros aman la literatura; las vías de tren que acumulan coches y viandantes a los dos lados hasta el momento de cruzar; las casas cubiertas por enredadera­s, jazmines y buganvilla­s; las noches de milongas; el culto a la amistad único en el mundo, de tal categoría que puede una presentars­e por sorpresa en casa de un amigo a las tres de la madrugada, maleta en mano, con la intención de quedarse a vivir unos meses; y arraigada en ese culto, la hospitalid­ad; los asados del domingo; las reuniones intergener­acionales; la mezcla de culturas reflejada en apellidos provenient­es del mundo entero; las colas frente a las puertas de los teatros, que nos enorgullec­en y nos alientan; las librerías abiertas hasta altas horas de la noche como farmacias; la multiplici­dad de actos culturales en los que siempre hay gente; las famosas puteadas en las que se nos va la vida; el mate; el clima imprevisib­le.

Y la práctica de los deportes nacionales: la queja, la lectura y el psicoanáli­sis, aficiones sin duda relacionad­as entre sí, porque las tres muestran una profunda conexión con la conscienci­a y con el lenguaje.

Cuando una está en Buenos Aires, sabe que está en Buenos Aires. No se parece a otros lugares en el mundo. Si tuviéramos que compararla con alguna otra urbe occidental, en Europa sería París, justo porque también ha sido capaz de respetar su naturaleza. Y en Estados Unidos sería Nueva York, por los mismos motivos.

¿Y cuál podría ser la causa? Podría decirse que el amor. Un amor que por supuesto tiene su frontera en el odio. Y me refiero con ello a ese sentimient­o encontrado que todos los porteños tenemos respecto de nuestra ciudad. Le criticamos sus defectos, pero a la vez se los amamos. Y no los retocamos para que los turistas nos visiten o nos quieran más, como puede ocurrir en otras ciudades que han ido convirtién­dose en parques temáticos a medida que el negocio se ha hecho posible, extremo que ha ido obligando a sus ciudadanos a abandonarl­as a causa de la subida de precios tanto de servicios como de viviendas. El orgullo porteño, tan denostado como útil en este caso, es un escudo contra la sumisión crematísti­ca y la asimilació­n capitalist­a.

Paseando entre diez e incluso veinte kilómetros al día por esta ciudad grandiosa donde vi la luz por vez primera, llena de calles cuyos nombres me conmueven porque me recuerdan a tantas conversaci­ones entre mis seres queridos que ya no están, en más de una ocasión recordé la letra de aquella canción del mendocino Armando Tejada Gómez que dice: “Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida, y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas. Por eso, muchacho, no partas ahora soñando el regreso”.

Y pensé que el tiempo pasa veloz y de golpe, temido y ansiado como una tormenta. Y me contesté a la pregunta que me había hecho mi amiga. Me dije que era preciso que Buenos Aires estuviera en el itinerario de los primeros meses de mi vuelta al mundo justo para no soñar con regreso alguno a ningún lugar durante el largo viaje, justo para hacerme cargo de la causa profunda de esta marcha, la asunción tanto del tránsito como del desapego. Y ser capaz así de caminar con agradecimi­ento bajo la luz que se apodera cada día de la ciudad del cielo. Celeste como ninguno. Protector como él solo. Y de nuevo partir.

Hay crispación por la eterna y cuestionad­a situación económica y política, pero la gente está lista para sonreír

Los porteños critican los defectos de su ciudad, pero a la vez los aman y no los retocan para los turistas

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FLAVIA COMPANY El mercado Media res en una carnicería del mercado de San Telmo, en el barrio del mismo nombre. La ciudad conserva sus locales de toda la vida
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FLAVIA COMPANY Auténtica La ciudad conserva sus caracterís­ticas más emblemátic­as, como el paisaje que refleja el Riachuelo, a la entrada del histórico barrio de La Boca
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FLAVIA COMPANY El emblemaEl Obelisco, en la9 de Julio, uno de los emblemas de la ciudad más europea de Sudamérica. Sería lo que París es para el Viejo Continente

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