La Vanguardia

El tiempo que pasamos juntos

- Llucia Ramis

Es difícil contener las lágrimas viendo el anuncio. Reúnen a dos personas que se quieren –amigos del alma, una madre y un hijo, quizá dos hermanas–. Y a partir de la frecuencia de sus encuentros, calculan cuánto tiempo pasarán juntos el resto de su vida. Sus rostros se desencajan al descubrir que no serán años, sino apenas unos días.

Al final del spot de Ruavieja, titulado “Tenemos que vernos más”, recuerdan que, de los próximos cuarenta años, dedicaremo­s seis a ver la tele, ocho a internet, 520 días a las series, una década a mirar pantallas. “Perdemos el tiempo haciendo cosas que no nos hacen felices”, asegura uno. El tiempo ya no tiene tiempo, y está claro que en el lecho de muerte nadie pensará: debería haber trabajado más, o me arrepiento de no haber puesto más likes.

En fechas prenavideñ­as, cuando ejercitamo­s las buenas intencione­s, el anuncio se ha hecho viral. Vale. Somos unos inconscien­tes existencia­les y no nos damos cuenta de lo que de verdad importa. Pero ¿no hay algo precioso en lo extraordin­ario de cada encuentro? En esa medida justa de quedar de vez en cuando, la ilusión de verse, contárselo todo precipitad­amente, la promesa de que no volverán a pasar meses hasta la próxima cita, aunque luego nunca se cumpla.

Pienso en las reuniones familiares, por ejemplo, que son perfectas porque no duran mucho. Se acaban antes de las típicas discusione­s y los reproches. O en los amigos con los que te emocionas rememorand­o batallitas del pasado, pero cuyo presente cargado de hijos no tiene nada que ver con el tuyo. O en el amante al que se lo das todo porque sabes que lo vuestro lleva fecha de caducidad. O en las parejas que la convivenci­a desgastó. En esos momentos tan valiosos que te ofrece la soledad.

¿Realmente pasar con alguien mucho tiempo significa que os queréis más de lo que quieres a quienes sabes que están ahí, y para quienes tú también estás? El otro día me advertían: una cosa es el contacto, y otra, las relaciones, y los dispositiv­os nos están confundien­do. Mis mejores amigos se reparten entre Madrid, Barcelona, Buenos Aires y Mallorca. Uno vive en Lima, y cada vez que viene, me parece que nunca se fue.

Podemos atribuir la responsabi­lidad de nuestra torpeza a las redes sociales. Pero lo cierto es que, si no existieran, tampoco nos veríamos más; buscaríamo­s otros pretextos. Además, enganchars­e a la misma serie facilita la comunicaci­ón entre esos seres queridos que no tienen mucho en común. El tiempo es un convencion­alismo, una unidad métrica narrativa. Si lo alargas más de la cuenta, el relato se vuelve aburrido; especialme­nte ahora, que todo va tan deprisa. Y ese es el problema: no nos detenemos a pensar, a amar. A disfrutar del infinito tiempo de la memoria. Preferimos entretener­nos con cualquier cosa. Desengañém­onos: aun contando con todo el tiempo del mundo, actuaríamo­s igual.

Las reuniones familiares son perfectas porque no duran mucho; se acaban antes de las típicas discusione­s

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