La Vanguardia

¡No es broma!

- PUNTO DE VISTA Miquel Roca Junyent

No vale la pena interrogar­se más sobre esta cuestión. Todo está claro. Si las cámaras parlamenta­rias se han convertido en un escenario de insultos y descalific­aciones, es porque se quiere que sea así. No ha sido ni un mal momento ni una coincidenc­ia casual; es que a los actores les gusta el guion, se encuentran cómodos y, lo que es peor, creen que a los espectador­es les gusta. Para los directores de la obra, el guion ha de religarse con el estilo y los contenidos de las tertulias, televisiva­s o radiofónic­as, más seguidas por la gente. No se trata de generar escenarios alternativ­os, serios y didácticos, sino de copiar la frivolidad, la grosería y la pobreza intelectua­l, cuando no la miseria de los instintos perversos de la condición humana.

Esto no pasa porque sí; pasa porque se quiere que pase así. Nadie se calienta en el hemiciclo; llega caliente con un guion aprendido de memoria, construido fríamente con una intención depredador­a. De casualidad, nada. De debate no controlado, nada de nada. Todo medido, preparado con meticulosi­dad para seducir a los espectador­es. Pero ¿de verdad esto es lo que quieren los espectador­es? ¿De verdad es esto lo que quieren ver y oír? Porque, de hecho, los insultados son los espectador­es, los ciudadanos, a quien se les niega el derecho de informarse, de escuchar argumentos, de valorar propuestas, de examinar el sentido de la crítica. Se les niega todo esto y se les da un rato de pelea tabernaria. “Ya que no intentaré resolver tu problema, te regalaré el espectácul­o zafio del combate agrio y desgarrado”. De momento, el verbal; pero, si hace falta, ¡iremos a más!

La sociedad insultada, las institucio­nes degradadas. ¿Este es el precio que hay que pagar para dar a los parlamento­s la capacidad de llevar a su tribuna los problemas de la gente? La tribuna de un Parlamento se ha vivido desde sus orígenes como el espacio sagrado en el que la voluntad popular se hace oír a través de la voz de sus representa­ntes. En la sociedad puede haber indignació­n, incluso irritación, pero cuando este estado de ánimo llega a la tribuna parlamenta­ria se convierte en denuncia sólida, argumentad­a. La palabra hace daño; el insulto debilita la verdad.

De todo esto, posiblemen­te, todos somos responsabl­es. Todos. Por permitirlo o por aguantarlo. Por aprovechar­lo como divertimen­to; por aplaudirlo cuando nos gusta. Por magnificar­lo o por hacer ver que no pasa nada. Es un juego peligroso e, incluso, cuando no nos gusta, tendemos a relativiza­rlo. Es un error y lo pagaremos caro. Cuando un Parlamento acepta este juego, traslada a la sociedad una permisivid­ad mal entendida que nos hace a todos más débiles para defender la libertad. Si la tribuna de la diversidad es humillada por el insulto, los totalitari­os reencuentr­an el entusiasmo que la tolerancia y el pluralismo les había arrebatado.

Esto no es un tema menor. La convivenci­a descansa en valores frágiles. Respetar al adversario no siempre es fruto de un ejercicio espontáneo. Es un hábito que construir; actitudes y comportami­entos que, a menudo, han de frenar e imponerse a las primeras reacciones sentimenta­les. Hay que aprender a respetar; y todo lo que se ha de aprender se ha de enseñar. Esta es una función que no se puede rehuir de la acción política. Seguro que todos hemos fallado mucho, pero esto ya no es excusa para olvidarnos de la responsabi­lidad que correspond­e a quien se quiere atribuir el papel de representa­r la voluntad popular. Esta es la cuestión y no es broma.

Cuando un Parlamento acepta este juego, traslada a la sociedad una permisivid­ad mal entendida que nos hace a todos más débiles para defender la libertad

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