El paisaje de mi infancia

Existen dos Bernardo Bertolucci. El triunfador, el que consigue nueve Oscars por El último emperador. Y el familiar, una persona con una psicología complicada, inestable, pero al mismo tiempo muy simpático y cariñoso, preocupado desde muy temprano por su salud: temía que los problemas que padecía acabaran mermando sus capacidades como director.

Los Bertolucci forman parte del paisaje de mi infancia, tanto en Roma como en Tellaro, el lugar de veraneo donde de niña, en la terraza del único bar del pueblo, leía en español a García Lorca para Bernardo y su padre Attilio, uno de los máximos poetas italianos. La relación entre las familias Bertolucci y Barilli, ambas de Parma, viene de antiguo. Attilio y Ninetta, padres de Giuseppe y Bernardo, se habían hecho amigos en el mismo parvulario que Cecrope y Angela, mis abuelos. La relación se prolongó más allá de ellos mismos. Bernardo y mi madre Caterina, una de las protagonistas de mi novela Un mar violeta oscuro, se convirtieron en amigos del alma.

La casa familiar, donde se conocieron mis padres, fue un lugar de encuentro para muchos intelectuales exiliados del franquismo, y ahí se generaron muchas sinergias artísticas y literarias. Uno de los visitantes habituales en aquella casa era Pier Paolo Pasolini, responsable en cierto modo de que Bernardo Bertolucci, que ya había dado sus primeros pasos como poeta, abandonara ese camino e hiciera sus primeros pinitos en el mundo del cine, primero como ayudante de dirección y luego ya como realizador.

Los estrechos lazos que unían a ambas familias tuvo también su extensión en el cine. Para su segundo largometraje, Antes de la revolución (1964), Bertolucci eligió como protagonista a mi tío Francesco Barilli, que también era director, y uno de los personajes principales estuvo interpretado por mi abuelo Cecrope, quien por cierto cosechó grandes elogios por parte de la crítica de la época.