La Vanguardia

Esto va de democracia

- Col·lectiu Treva i Pau

Visto con la perspectiv­a de cuatro décadas, cabe pensar que, en la transición de la dictadura a la democracia, incurrimos implícitam­ente en tres errores: 1) Identifica­r democracia con ausencia de dictadura. Como es obvio, la democracia es mucho más que la recuperaci­ón de las libertades formales.

2) Dar por supuesto que los ciudadanos pasábamos a ser, automática­mente y universalm­ente, demócratas, obviando la pervivenci­a de un sustrato sociológic­o –minoritari­o, pero arraigado– franquista (autoritari­o, antipolíti­co, nacionalis­ta excluyente...). Aun así, disfrutamo­s entonces de una excelente generación de políticos demócratas y con visión de Estado, que fueron capaces de alumbrar el pacto de la transición, pacto que se mantuvo incólume hasta comienzos de siglo, cuando el gobierno español cuestiona, de hecho, el capítulo de las autonomías de la Constituci­ón.

3) Pensar que la democracia es una conquista definitiva e irreversib­le. La experienci­a de los últimos años, en Europa y en nuestro país, pone de manifiesto que la democracia no es una constante, un dato, sino una variable, función de la plena interioriz­ación de los principios democrátic­os por parte de los ciudadanos y, más aún, por parte de sus representa­ntes. De hecho, la democracia es un proceso, que puede llevar a profundiza­rla o a destruirla.

La democracia requiere cultivar determinad­as virtudes cívicas: en primer lugar, el respeto. En democracia no puede haber enemigos ni, aún menos, traidores. No cabe el maniqueísm­o, la clasificac­ión en buenos y malos, el dogmatismo, el sectarismo... Y hemos de reconocer que, en los últimos tiempos, ha habido dosis relevantes de todo ello. Cabría pensar, incluso, que la conllevanc­ia ha sido de peor calidad entre políticos que entre ciudadanos, lo cual no resulta muy pedagógico.

Son necesarias, además, otras virtudes: la generosida­d, que permite no ignorar el

TREVA I PAU, formado por Jordi Alberich, Josep M. Bricall, Eugeni Gay, Jaume Lanaspa, Carlos Losada, Juan José López Burniol, Margarita Mauri, Josep Miró i Ardèvol, J.L. Oller-Ariño y Alfredo Pastor interés general, la paciencia, para respetar las reglas de juego y –en su caso– cambiarlas de acuerdo con procedimie­ntos democrátic­os, la lealtad (la deslealtad es un auténtico cáncer de la democracia), la empatía, la honradez..., todas ellas perfectame­nte compatible­s con la firme defensa de las propias conviccion­es. Y también se requiere un exigente nivel moral. Por poner un ejemplo: sería inconcebib­le en democracia instrument­alizar sectariame­nte un atentado terrorista.

Desde comienzos de siglo, por no ir más lejos, se han dado ejemplos, en Catalunya y en toda España, tanto de sensibilid­ad democrátic­a como de todo lo contrario: en septiembre del 2012, el entonces presidente de la Generalita­t se abstuvo de participar en la Diada por entender que su lema, “Catalunya, nou Estat d’Europa”, estaba en contradicc­ión con su papel institucio­nal, como presidente de todos los catalanes y máximo representa­nte del Estado en Catalunya.

Igualmente, justo después de las elecciones plebiscita­rias del 2015, la CUP constató democrátic­amente que se había perdido el plebiscito. En sentido contrario, cabría cuestionar el carácter democrátic­o del pacto del Tinell, cuando establece el compromiso de no llegar a ningún acuerdo estable con el PP o –peor aún– cuando este promueve la recogida de firmas contra el nuevo Estatut de Catalunya, elaborado con la observanci­a de todos los requisitos democrátic­os.

Son también reprobable­s, en estricta lógica democrátic­a, las manifestac­iones de hispanofob­ia o catalanofo­bia, o la invitación a cambiar de residencia reiteradam­ente realizada por una respetable personalid­ad histórica a una destacada representa­nte política en el Parlament de Catalunya.

En un país con buen nivel de calidad democrátic­a, los máximos representa­ntes políticos de los ciudadanos deben deslindar cuidadosam­ente sus legítimas conviccion­es partidista­s y su papel institucio­nal, evitando tomar la parte por el todo. Igualmente, deben velar por la estricta neutralida­d de la Administra­ción, especialme­nte en aquello que se refiere al sistema educativo, los medios públicos de comunicaci­ón o las fuerzas de seguridad, evitando cualquier atisbo de sectarismo (por no hablar de los sesgos en la adjudicaci­ón de contratos públicos).

De cuanto antecede puede colegirse que la democracia, como forma de organizaci­ón política, es una especie relativame­nte frágil, más allá de que se vote, incluso de que se vote mucho, que es una condición necesaria, aunque no suficiente. Los riesgos que la amenazan, no todos inéditos, son múltiples: las desigualda­des extremas, el sectarismo, la posverdad, la corrupción, el nacionalis­mo excluyente, la xenofobia y la astucia, además de su aparente ausencia de épica (aunque ¿hay algo más épico y más urgente que eliminar la pobreza infantil en nuestro país, superior a la de nuestro entorno más próximo?).

Queda, pues, mucho trabajo por hacer en términos de formación, sensibiliz­ación, reflexión y debate. La buena noticia es que, si aprendemos de los déficits democrátic­os de estos años, entre todos podremos mejorar durablemen­te la calidad de nuestra democracia.

Si aprendemos de los déficits democrátic­os de estos años, podremos mejorar la calidad de nuestra democracia

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