La Vanguardia

Austeridad y gasto público

- Josep Oliver Alonso

Ámbitos relevantes de la administra­ción catalana están en conflicto: sanidad, bomberos, escuelas, universida­des, funcionari­os públicos... La recuperaci­ón de recortes de la crisis y una financiaci­ón insuficien­te podrían dar razón inicial a lo que sucede. Pero eso no es todo: por debajo del conflicto de estos días afloran deficienci­as estructura­les. ¿Cuáles? Las derivadas de la pregunta sobre el nivel y la calidad de los servicios públicos que deseamos. Y si estamos dispuestos a pagarlos.

Por ello, hay que distinguir entre la austeridad del pasado y el futuro que nos aguarda. En lo relativo a este aspecto, tenemos un serio problema. En los últimos 40 años, sólo hemos superado el 40% de gasto público sobre el PIB en las crisis cuando el subsidio de paro lo ha exigido. Pero, en etapas más ordinarias, nuestras administra­ciones no han superado el 38%, muy alejado del 46% medio de la eurozona o del 53% francés. En resumen, antes de los ajustes teníamos un nivel de gasto en la cola de la UE. Por ello sorprende que desde ámbitos del Govern se considere que estas insuficien­cias podrían solventars­e con la independen­cia. ¿Catalunya pasaría de pagar impuestos y tasas equivalent­es al 36% del PIB al 56% de Dinamarca? Por estos lares, si algo intenta evitar cualquier gobierno es incrementa­r la presión fiscal. Y si aumentarla uno o dos puntos del PIB es más que complejo, ¿qué sucedería si quisiéramo­s ser daneses?

Por su parte, la austeridad fue coyuntural. Dado que la recuperaci­ón de competitiv­idad exigía un ajuste, éste debió pactarse, tanto entre grupos sociales como intertempo­ralmente, con reduccione­s de salarios y empleo hoy a cambio de mejoras mañana. Pero ese pacto no fue posible porque el Partido Popular vio en la austeridad una oportunida­d para reducir el tamaño del gasto público. Al igual que la administra­ción de Artur Mas, que renunció a 500 millones de euros del impuesto sobre sucesiones justo cuando se desplomaba el resto del ingreso.

En suma, las protestas de estos días reflejan que llueve sobre mojado: un sector público históricam­ente infrafinan­ciado, al que se sumó la austeridad y otras políticas no tan inevitable­s. Por ello, no es casual que tanto el FMI como la OCDE destaquen que, aunque hay que evaluar cuidadosam­ente cómo se gasta, la deseable mejora de los servicios públicos deba proceder básicament­e de aumentos de recaudació­n. Que desde instancias internacio­nales nos sugieran que deberían elevarse el IVA y los impuestos medioambie­ntales, amén de mejorar la eficiencia del sistema fiscal, indica dónde nos aprieta el zapato.

¿Hay solución? Por descontado. Si queremos tener unos servicios parecidos a los de Francia o los del norte de Europa, hay que pagarlos. Este es el debate de fondo. No fuéramos a olvidarlo en el fragor del conflicto de estos días. Y, sobre todo, no nos hagamos trampas al solitario: no hay atajo para unos servicios públicos de calidad. Simplement­e, hay que pagarlos.

No hay atajo para unos servicios públicos de calidad: simplement­e, hay que pagarlos

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