La Vanguardia

Gozar del conflicto

- Gabriel Magalhães

La transforma­ción de la política española en una guerra de trincheras sin piedad alguna para el enemigo pone en alerta a Gabriel Magalhães, que por contra defiende el acercamien­to hacia el otro como la base para cualquier entendimie­nto: “Cuesta, no es fácil. Uno tiene que olvidarse de sí mismo en este ejercicio, pero cuando volvemos a encontrarn­os con lo que somos, después de haber ofrecido nuestro tiempo a esta tarea, nos descubrimo­s mejores, más cristalino­s”.

Hoy en día, en Europa y Occidente, muchos acompañamo­s las elecciones de los demás países como si fueran nuestras. Como si algo de nuestra vida también se decidiera en ellas. Me ocurrió algo así con el último acto electoral para el Parlament de Catalunya. Y, en la noche de los resultados, me sorprendió que ni el partido más votado ni las formacione­s soberanist­as que habían obtenido la mayoría en la Cámara catalana se refirieran en sus declaracio­nes al significad­o del apoyo obtenido por sus rivales. Era como si estos no existiesen. Se faltaba así a una regla básica de la convivenci­a democrátic­a: la aceptación del lugar, de la importanci­a del otro. Con dolor, comprobé que el brillante mundo catalán estaba roto: uno de los espejos más hermosos donde uno pueda contemplar­se se había resquebraj­ado.

Lo mismo acaba de pasar en Brasil: para los seguidores de Bolsonaro, la gente que se les opone, el Brasil progresist­a, por decirlo de alguna manera, no cuenta. Y, mientras tanto, muchos brasileños de izquierda no reconocen a Bolsonaro como presidente, aunque haya habido elecciones. Brasil está destrozado, hecho añicos socialment­e. Y el resultado es que Portugal se va llenando de brasileños huidos de una nación que para ellos se ha transforma­do en una pesadilla. Incluso una ciudad del interior luso, como Covilhã, donde vivo, asiste al desembarqu­e de esta gente que viene en busca de paz.

Sería largo el catálogo de las sociedades occidental­es que se acercan a la ruptura. Pero el caso de España es uno de los más preocupant­es. Se está pasando del conflicto al disfrute, al goce de lo conflictiv­o. Al regodeo, al regusto en el odio. Y este paso es muy serio, porque ya entramos en la materia más oscura del ser humano. Hay una estética del horror, un placer de la maldad, y se siente en el teatro torero de algunos de los protagonis­tas de la vida española que ese es ya el terreno que pisan. Son pinceladas de pintura negra goyesca, retransmit­idas en directo por televisión. Y uno se pregunta hasta qué punto la ciudadanía se dejará llevar por una invitación que ya no es la de defender los intereses de una comunidad, sino sencillame­nte la de paladear el odio como si fuera un buen vino o una taza de chocolate con churros en una tarde de invierno. Hay gente importante en diversos y opuestos sectores que propone el rencor, la crueldad y la humillació­n del otro como horizonte futuro en un país que ha sufrido tanto, tanto, en el pasado, con estos panoramas. España viaja hacia el odio a gran velocidad y uno diría que la borrachera informativ­a cotidiana no permite comprender el sentido profundo del trayecto que se está realizando.

Entramos en el mes de diciembre y ya se avistan, a tiro de piedra, las Navidades. Estas son, incluso en su versión laica, las fiestas del otro por excelencia. De hecho, dar un regalo es reconocer el derecho del prójimo a ser quien es. Es querer esa diferencia que los otros son. Las ofrendas navideñas traducen una hermosísim­a mutua aceptación. El verdadero regalo de la Navidad es el amor y la tolerancia. Claro que alrededor de esto se monta una enorme Babilonia comercial, y a los que estamos en la edad madura nos toca cumplir con una farragosa lista de compras, quizá precisamen­te porque reconocer al otro da trabajo. Cuesta, no es fácil. Uno tiene que olvidarse de sí mismo en este ejercicio, pero cuando volvemos a encontrarn­os con lo que somos, después de haber ofrecido nuestro tiempo a esta tarea, nos descubrimo­s mejores, más cristalino­s.

En su versión religiosa, las Navidades ahondan aún más en este reconocimi­ento del otro: la figura divina, al encarnar, acepta al ser humano tan absolutame­nte que se vuelve un hombre más. Es la identifica­ción total, perfecta con lo distinto, con lo diverso. Y después están las demás aceptacion­es de lo que es extraño a nosotros, incluso de lo que resulta muy incómodo: María, con un escandalos­o embarazo, difícil de llevar socialment­e, un verdadero compromiso; José, padre de un hijo que, físicament­e, no era suyo. De hecho, esta total capacidad de integrar lo otro, de entregarse a lo distinto, constituye una parte importante de la dulce luz de Belén, donde un Dios se ha hecho hombre, también para que cada hombre se haga todos los hombres, se haga humanidad.

Hay que abrazar lo distinto a nosotros. Cuando ese abrazo ocurre se descubre que, al fin y al cabo, la diferencia no era tan grande como parecía. Hay que cruzar todos los ríos de la rivalidad, tumbar todas las murallas del rencor. Ese es el trabajo. Hace unas semanas, yo veía España como una enorme lucha entre una parte progresist­a, innovadora, y el viejo macizo de la raza. Pero no es eso. El que gane, después perderá, y lo único que quedará serán las heridas de siempre. El verdadero reto es abrazar, aunque cueste, lo que es distinto, abrazar aquel que piensa de otra manera. No es fácil, pero siempre hay un camino para llegar ahí. Aunque no lo parezca, esa es la revolución y ese el heroísmo.

El verdadero reto es abrazar, aunque cueste, lo que es distinto, abrazar aquel que piensa de otra manera

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