La Vanguardia

La apoteosis del acontecimi­ento

- Luis Sánchez-Merlo

La reciente digresión sobre Gibraltar, a propósito del Brexit, constituye un buen ejemplo de la apoteosis del acontecimi­ento, una forma de teatraliza­ción que causa furor en el espacio político.

Lo que empezó siendo un tema que giraba en torno a los acuerdos alcanzados y los borradores modificado­s, mutó en una trapisonda de desplantes, cruces de cartas, declaracio­nes sincopadas y fintas de farol, todo lo cual no era sino el plató de una representa­ción improvisad­a, que tenía como auditorio en estéreo a varias opiniones públicas (española, gibraltare­ña, británica y bruselense).

Concebida como fábrica de hacer normas, la Unión Europea no tenía en sus genes el aparejo de la improvisac­ión, por lo que, en su origen, estaba mal equipada para afrontar la adversidad y los peligros de lo imprevisto. Así que cada vez debía ingeniárse­las para encontrar una salida a la crisis que eso planteaba.

En la hora de la acción frente a la regla, la improvisac­ión es la nueva práctica política, nacida como respuesta urgente a desafíos no previstos.

Luuk van Middelaar, filósofo político holandés, se plantea en su ensayo Quand l’Europe improvise la cuestión ¿qué es una crisis?, que responde así: “Algo que sucede y que se considerab­a impensable”.

En los últimos años, no han faltado acechanzas en el continente europeo: bancos que amenazaban con el colapso, una moneda al borde del precipicio, guerras en la periferia del continente, fronteras interiores cerradas, polvorines en nuestras ciudades…

Estos “sucesos impensable­s” han requerido respuestas alejadas de algo tan genuinamen­te europeo como la procrastin­ación. Al tambalears­e el euro, ¿qué hacer en caso de quiebra de un país de la eurozona? Atacada Ucrania, ¿cuál debe ser la respuesta? ¿cómo reaccionar cuando un número incontrola­do de desesperad­os intenta llegar a nuestras fronteras? o ¿cuál debe ser la réplica si un miembro del club da un portazo, retirando la alfombra de nuestra seguridad?

Tras sesenta años de paz y prosperida­d en los que el debate político se ha centrado en el crecimient­o y la redistribu­ción de la riqueza, en la salud, la educación, la libertad y las identidade­s, algunas cuestiones políticas esenciales como el Estado y la autoridad, la estrategia y la guerra, la seguridad y las fronteras, la ciudadanía y la oposición, apenas han sido objeto de debate.

Las condicione­s que propiciaro­n el milagro de una sociedad libre han desapareci­do, probableme­nte para siempre, de nuestro horizonte vital. Y se recuerda, para que no se olvide, algo que no es precisamen­te un ansiolític­o: el paraíso democrátic­o no es evidente.

En medio del malaise que aqueja al continente, los asuntos que ocupan las largas horas del Berlaymont no son ya los precios del trigo o las cuotas de pescado, sino la solidarida­d, la guerra y la paz, la identidad y la soberanía.

Las faraónicas institucio­nes de Bruselas, sus lentos métodos de trabajo y su anticuada forma de deliberar fueron concebidos, tal vez, para ahogar las pasiones políticas envolviénd­olas en una malla de reglas. Pero para la democracia, según el historiado­r neerlandés, “la legibilida­d de la acción política es vital, porque la incomprens­ión abre la puerta a la sospecha, y la sospecha a la indiferenc­ia, el desaliento o la rebelión”.

Resulta pues perentorio aportar claridad a lo que está pasando, algo que no acaban de entender quienes más obligados están a practicar este sano ejercicio.

Cuando está en juego la propia unidad de la UE o la paz, las motivacion­es políticas priman sobre los intereses puramente económicos. En la crisis del euro, lo político, que fue parte sustancial del impulso de su creación y que en la crisis económica acabó imponiéndo­se al espantajo del “contagio financiero”, pesó más que el insulso lenguaje de los bancos (déficits, préstamos y primas de riesgo).

Si queremos conservar nuestro modo de vida, apunta Van Middelaar, “el club europeo deberá anteponer la reflexión estratégic­a y comportars­e como una verdadera potencia. Y para ello, cada vez deberá elegir entre mantener los valores tradiciona­les o garantizar nuestra inviolabil­idad”.

En los recientes traqueteos, la Unión se ha visto compelida, con alguna frecuencia, a sacrificar sus señas de identidad originales, bajo la presión de una opinión pública que abomina de la quiebra del statu quo.

Y así, para favorecer el final del conflicto entre Ucrania y Rusia, los jefes de Estado francés y alemán arrancaron en el 2015 un compromiso a sus colegas ruso y ucraniano en el que se antepuso la paz al respeto estricto del derecho internacio­nal. Y el conflicto ahora se recrudece.

Un año más tarde, para frenar el flujo de emigrantes sirios hacia Grecia, los dirigentes europeos concluyero­n un acuerdo con Turquía, para muchos ética y jurídicame­nte discutible, en nombre de intereses políticos superiores. De nuevo, la supremacía del pragmatism­o sobre los valores.

Desde que predomina la apoteosis del acontecimi­ento, las decisiones

Las decisiones europeas ya no siempre reposan en las normas, sino en la búsqueda de respuestas a necesidade­s del momento

ya no siempre reposan en los tratados y las reglas, sino en la búsqueda de respuestas comunes a necesidade­s del momento, que comprometa­n a los jefes y cautiven al público.

El hecho de que las crisis, más que normas, demanden decisiones explica esa otra Europa, más práctica y guiada por un instinto de superviven­cia colectiva, que se va haciendo sitio y donde las reglas ya no tienen la última palabra.

Con ironía no exenta de optimismo, Donald Tusk, el presidente del Consejo Europeo, ha resumido el cambio con un deje paródico: “Todo lo que no nos mata nos hace más fuertes”.

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THOMAS JANISCH / GETTY

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