La Vanguardia

La cabaña

- Remei Margarit

Quién no ha hecho, en su infancia, una cabaña de ramas en el bosque? ¿O en la propia casa urbana, una cabaña en la sala, juntando sillas y con una sábana por cortina? ¿Y con una linterna para tener una luz dentro? La cabaña de la infancia era un abrigo donde uno se sentía protegido del ruido exterior que nos desbordaba. Era como poner fronteras a la medida, dejando los temores fuera y sentirse seguros dentro de la madriguera. Todas las criaturas que he conocido han hecho sus cabañas en un momento u otro. Quizás es el sentido de la fragilidad de la infancia que en su fantasía se arrebujaba en un nido protector.

Pero el tiempo pasa y las criaturas crecen y, aunque en el fondo las añoran, ya no pueden hacerse una cabaña, sino que, al contrario, tienen que salir al exterior y, con lo que son y lo que tengan, tienen que hacer una inmersión en la realidad que los circunda y así buscarse la vida, mediante el conocimien­to y sus aptitudes. Decir esto parece una obviedad, aunque por lo que está pasando en el terreno social quizás no es tan obvio. La vida política, estructura­da en partidos, parece que quiere retornar hacia la cabaña añorada: dentro y fuera, buenos y malos; a dentro los buenos y a fuera los malos, así de claro. Y parecería que el motor de toda esa deriva a poner fronteras es el temor, el miedo, siempre el miedo al otro, como si no fuésemos todos en un mismo barco y el mundo entero no estuviera conectado como ya lo está.

Las fronteras, sean físicas o ideológica­s, sólo son una fantasía humana, no existen, sólo lo son para las personas que internamen­te las necesitan para tener a raya sus temores infantiles. Son personas que no han salido de su cabaña, y tienen tanto miedo al exterior que tienen que poner barreras, redes, alambradas o cualquier otra cosa que funcione como un sucedáneo de la sábana como la que hacía la cortina de la cabaña de su infancia. Cualquier clase de nacionalis­mo nace de la imposible regresión a la cabaña, al nido, a la madriguera. Es el temor a los peligros del exterior lo que hace crecer esta lacra de los nacionalis­mos excluyente­s. Es la desconfian­za hacia lo desconocid­o la que engendra las pesadillas de las supremacía­s. Tan sencillo como eso y tan perverso cuando se cultiva socialment­e.

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