Puccini y los símbolos reales
El público del Teatro Real se sumerge de lleno en el mundo ‘minimal’ de Robert Wilson con una muy estética ‘Turandot’
Sólo un artista poderoso como Robert Wilson puede sostener un tenso pulso con el público de los teatros de ópera y vencer siempre, invariablemente, con una misma carta: esa fórmula de la máscara oriental que utiliza a modo de interface para llegar al quid –a su quid– del mensaje.
Se podría decir que visto un montaje del gran director norteamericano, vistos todos. Sea cual sea el argumento, el estilo musical, la época del compositor o la idea, Wilson se los lleva a su terreno hierático y espectral, a ese mundo donde los diálogos son soliloquios sucesivos, destilando el valioso néctar que es el teatro. No es peloteo, es anonadamiento. Wilson lo volvió a hacer anoche en el Teatro Real. Invitó a catar el valor del tiempo (detenido) al público madrileño, y no a uno cualquiera, porque ayer todo quien es alguien en Madrid tenía que estar. Claro que esta vez jugaba con ventaja, pues no hay ópera de repertorio más oriental y simbólica que Turandot, la sanguinaria princesa china, dispuesta a eliminar a todo príncipe que pretenda su corazón.
Ese último título de Giacomo Puccini –lo dejó inacabado al morir en 1924, tras hacer que su personaje de Liù, la anti princesa de hielo que evoca al Puccini de Madama Butterfly ode Tosca, se suicidara por amor– se adapta como un guante a la filosofía teatral de Wilson: movimientos rituales, minimalismo escénico, sombras y siluetas a contraluz. Irrepetible orfebrería lumínica.
Con Turandot Puccini decía adiós a una tradición operística italiana, la del realismo y lirismo sentimental. Al final de sus días abrazó las vanguardias, se adentró en terrenos más abstractos y eclécticos, armónicamente atrevidos. Sin embargo, a lo largo del tiempo, la carga simbólica de Turandot ha quedado ahogada bajo capas y capas de elementos escénicos, atrezzo y vestuario. Hasta que llegó Wilson para desnudarla, crear espacios vacíos, universos sin fin... hasta el fogonazo de rojo pasión final.
El público del Real reaccionó con súbito entusiasmo y siete minutos de aplausos. Irene Theorin, la reina del Liceu que anoche debutaba en el Real, hizo una Turandot tirando vocalmente a wagneriana y reducida físicamente a estatua, pues eso quiso Wilson de los artistas... a excepción de los saltarines Ping, Pang, Pong. No se la vio ajena a la magia. Su canto se contagió de lo antirreal.
Gregory Kunde hizo un Calaf notable, teniendo en cuenta que últimamente se le ha visto desgastado. Y la española Yolanda Auyanet cumplió como Liù y se llevó la se- gunda mejor ovación. El Coro del Real pudo lucirse como nunca junto a la Orquesta que dirigió el muy (demasiado) verdiano Nicola Luisotti, director musical asociado del teatro. Y todo ello se dedicó –como el resto de las 18 funciones– a la desaparecida Montserrat Caballé.
El recuerdo de Montserrat Caballé levanta la primera ovación de la noche. Wilson se emociona
“Trabajar con ella fue de los grandes honores de mi carrera”, dijo el propio Wilson desde el escenario, antes de comenzar la función. Al pronunciar el nombre de Caballé se le quebró la voz... “Sí, me he emocionado”, comentaba luego, en la copa del entreacto. “Mi primera ópera fue un Salomé con ella en la Scala, me abuchearon y ella estuvo de mi lado. Era adorable”, apunto.
Anoche los abucheos fueron los menos. Alicia Koplowitz se mostraba encantada con la estética de Wilson; Borja-Villel confirmaba con su presencia que arte y ópera pueden y deben ir juntos, y Manuel Valls bromeaba (?) espetando a Valentí Oviedo, director del Gran Teatre: “¡Mucho mejor que en el Liceu, ¿no?”