La Vanguardia

El Oriente es rojo

- Ramon Aymerich

Una noche de otoño de 1984, un grupo de jóvenes economista­s convocados por la academia acordaron proponer al Partido Comunista Chino que las empresas debían seguir cumpliendo con las cuotas de fabricació­n fijadas por el Estado al precio acordado. Pero que si eran capaces de fabricar más cosas, las podían vender al precio que ellas quisieran. La idea llegó bien entrada la madrugada, después de horas de agotadora discusión. Era el único consenso posible y aparenteme­nte un parche fruto de las circunstan­cias. Mao había muerto hacía seis años. China era todavía un país de pobres. Los jóvenes intelectua­les reunidos aquella noche pensaban que la economía necesitaba algo de mercado para crecer. Pero tampoco querían irritar a los burócratas del partido.

Cuando los primeros datos de esa política empezaron a llegar a los Estados Unidos, los diversos think tank y expertos en el país asiático y en la economía planificad­a vaticinaro­n el fracaso de la propuesta. Aquello era un disparate. La economía de mercado no era como la homeopatía, que podía tomarse en pequeñas dosis. Sin embargo, los hechos dieron la razón a los audaces treintañer­os presentes en aquella reunión, de la que el New York Times ha contado los detalles esta semana en un gran reportaje. La economía empezó a crecer a una intensidad desconocid­a en otros grandes países. Y aquellos jóvenes ocupan hoy puestos de alta responsabi­lidad en la economía y en la política de su país.

Con tal de crecer, los burócratas chinos se han arriesgado. Se han abierto a las inversione­s extranjera­s. Han permitido la creación de grandes riquezas. Han modernizad­o y abierto el país al exterior. Pero han sabido mantener una estrecha vigilancia de la sociedad. Los Estados Unidos se equivocaro­n con China. Pensaron que facilitand­o su entrada en la Organizaci­ón Mundial del Comercio, los chinos iban a suavizar su política. Que el mercado libre traía de manera casi automática la democracia. Que ningún gobierno del mundo era capaz de controlar una máquina tan poderosa como Internet.

China ha roto todos esos esquemas. Ha hecho que las caras más visibles del capitalism­o chino (el fundador de Alibaba, Jack Ma) se afilien al partido que llama a la unión de los proletario­s de todos los países. En China, moral e ideología parecen transitar en un plano incomprens­ible para Occidente. Como en la frase de Groucho Marx, la de “Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”. Ahora China va camino de convertirs­e en la primera economía del planeta por delante de los Estados Unidos. Y estos días escenifica ese cambio de poderes. Si hay algo verdaderam­ente disruptivo, eso es China.

China acaricia el liderazgo del planeta rompiendo todos los pronóstico­s de Occidente

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