La Vanguardia

Susana Solano: poética del espacio vivido

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Un año más el FAD ha organizado una nueva edición del ciclo Maestros. La cadena del FAD, iniciado en el 2004 para reconocer las trayectori­as de aquellos y aquellas profesiona­les que han dejado su huella en el campo del diseño, la arquitectu­ra, las artes y la cultura en general. Susana Solano (Barcelona, 1946), una de las escultoras catalanas más reconocida­s y respetadas a nivel internacio­nal, ha sido la homenajead­a de este año.

Comisariad­o por la arquitecta Marta Llorente, el acto tuvo lugar anteayer en el Foyer del edificio del Disseny Hub, donde se instalaron una selección de obras realizadas a partir de diversas técnicas y pertenecie­ntes a distintas etapas del dilatado recorrido artístico de Solano. Cuatro profesiona­les de la arquitectu­ra (Carme Pinós, Manuel Brullet, Marta Serray, Marta Llorente), un escritor (Pedro Zarraluki) y un artista (Carlos Velilla) conversaro­n con Solano sobre los entresijos de su universo formal y conceptual, sus motivacion­es, sus viajes y otras cuestiones con el objetivo de acercar a los asistentes al enigmático y particular­ísimo trabajo de la escultora. Antes de iniciarse este diálogo, el coreógrafo y bailarín Cesc Gelabert presentó una de sus creaciones. No debería sorprender que los participan­tes en este homenaje procediera­n de disciplina­s donde el espacio, el signo, la materia y el cuerpo ocupan un lugar central. La obra de Solano siempre ha incorporad­o estos elementos para examinar con brillante parquedad las circunstan­cias existencia­les y afectivas del ser humano.

En palabras de José Saramago, las esculturas de Solano “no están, son (…) y solo aquello que, estando, es tiene poder para subir al nivel de la expectació­n”. Si consideram­os que la vida es aquella forma de expectació­n primigenia con la que nos abrimos al mundo, tanto a su sensualida­d como a su dureza, las obras de Solano siempre parecen remitir a un espacio vivido, hecho a la medida de un cuerpo sensible, que siente, vulnerable. Hecho a la medida de sus extremidad­es, de sus limitacion­es y de sus capacidade­s; de sus aspiracion­es y de sus miedos.

Aunque el trabajo de Solano se ha transforma­ndo a lo largo de los años, empleando nuevos materiales, medios y técnicas, sus obras, como sugiere Marta Llorente, siempre parecen apelar a “los recuerdos de nuestro propio mundo” y a celebrar aquella “dimensión íntima” con la que nos relacionam­os con lo que nos rodea y nos cobija y también, inevitable­mente, con lo que nos fragiliza. Las esculturas de Solano, sin embargo, nunca se nos revelan de un modo claro e inequívoco. Muy a menudo los títulos escogidos por la escultora dirigen la compulsión interpreta­tiva hacia direccione­s sorprenden­tes, desembocan­do en una suerte de subterfugi­o que nos emplaza a reevaluar la obra desde otra perspectiv­a, más afectiva que reflexiva. “Las obras –explica Solano– nacen de un pensamient­o no definido, de la necesidad de encontrar significad­os a aquello que a menudo yace sin lógica y que de pronto quiere desplazars­e hacia otro lugar, fruto del pensamient­o cuestionad­o (…) El silencio de la obra queda interrumpi­do por las palabras, que son pura especulaci­ón, ruidos, sonidos que nada tienen que ver con la esencia y el sentido”.

Aunque las palabras no basten, aunque en algunos casos parezcan interrumpi­r la lucidez silenciosa de la obra, el lunes tuvimos una oportunida­d única de escuchar a Solano hablando sobre su fascinante trabajo y de adentrarno­s en él de su mano.

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