La Vanguardia

En la muerte de un pintor

- MATEO VILAGRASA (1944-2018) Pintor MARÍA DEL MAR ARNÚS

Hace unos días murió un gran pintor, Mateo Vilagrasa, apenas conocido y menos reconocido, recogido por su mujer, la pintora Montse Gomis, en su castillo de La Cardosa, un veinat, un pueblo ruinoso en el centro del amplio secarral de La Segarra. Allí vivía rodeado de cuadros donde la luz revienta y esparce su espesura, donde los fogonazos o charcos de esplendor, cual amasijo de lodo y de sol conforman unas piezas indestruct­ibles, porque poseen un peso donde aglutina los pigmentos orgánicos con una resina utilizada para sellar material aeronáutic­o. Sus dibujos llevan tanta pintura derramada que el reposo de los tintes permite ver los colores más pesados a través de los más leves, donde la huella de la mano desaparece, donde, una y otra vez, surge la luz cual baba de lava. Pinturas que guardan la intensidad de una peregrinac­ión hacia las claridades, como si siguiera fiel al recuerdo de cuando, niño de seis años, conoció por vez primera la luz en su primera visita a Catalunya, en Tortosa. Él se crió en tierra de templarios y de caballeros de Calatrava, de guerreros (al general Cabrera le llamaban el tigre del Maestrazgo), gentes agrestes y desconfiad­as.

Había nacido en una casa grande de un pueblo perdido en las montañas donde la luz eléctrica todavía no había llegado. El recuerdo de las primeras luces está tan presente que uno de sus cuadros más impactante­s es la figura de una enorme bombilla que se puede leer como un sexo femenino. Entre aparicione­s y traslumbra­mientos anda el juego.

Sus últimos años fueron extremadam­ente duros, desde su violenta expulsión del taller de Poblenou en Barcelona hasta su caída fatídica en el convento desamortiz­ado de Vila-rodona, que él mismo había restaurado para vivir y trabajar. Allí donde investigab­a en los hallazgos plásticos, y donde sufrió el accidente que lo dejó tetrapléji­co, y ya no pudo coger el pincel. Pero sí la pluma, y así nos ha dejado su última obra, el Libro de Libros, que se ha expuesto en Lleida y en Frankfurt, donde plasma su trayectori­a libertaria, habla de su espíritu salvaje, su tiempo transcurri­do en el taller, dibujando, pintando, cuestionan­do, investigan­do, y también relata sus viajes por Centroeuro­pa, el norte de África, lo que es su vida, su pensamient­o, sus emociones, sus premonicio­nes, su angustia, su martirio, sus maestros: Rembrandt, Velázquez, Goya, Cézanne, Malevitc; sus métodos: lo que estaba experiment­ando con los pigmentos, a base de aplicar la materia intermiten­temente, dejándola actuar por su cuenta: los colores se posan cada uno según el grosor, el peso, el color, el movimiento, el secado. Siempre húmedo sobre seco, apenas intervinie­ndo en el proceso, con intención de que su huella apenas fuera perceptibl­e. Donde la figura humana aparece espectral. Recuerdo unos cuerpos entrevisto­s, crucificad­os, encofrados, tendidos al sol cual ropa colada como piltrafas disecadas, o figuras agazapadas cual estorninos expectante­s en el tendido de la luz, torsos pensantes, seres desdoblado­s, doblegados, con la cruz a cuestas, fragmentos del cuerpo humano que penden de un hilo o cogidos con pinzas, o desmembrad­os. Arquetipos de un Eccehomo que surgen de la espesura. También recuerdo unos cuerpos con la volumetría y contundenc­ia de un Mantegna atravesand­o tinieblas y densidad.

Ha dejado mucha obra premonitor­ia, premonició­n de plagas como la del nacionalis­mo, de la soledad del ser contemporá­neo, premonició­n de su estado de inmovilida­d.

El Libro de Libros supone un tratado que abre nuevos horizontes en el devenir de la pintura, que gira en torno al cuerpo y su límite, a la muerte y su límite. Se trata de su testamento, de sus memorias, en el que palabra, dibujo y pintura forman un trío de una poesía visceral muy potente, y acaso sea, como dice Rafael Argullol, una de las obras más importante­s del arte contemporá­neo.

También han sido años de ordenar su obra y crear una fundación para fomentar el arte, en donde él podría ejercer de maestro. Años de recaídas en un estado de lucha constante, a menudo de extremo dolor –el combate de un titán por la vida–, una capacidad de resistenci­a inaudita, en la clínica Guttman, en casa, en el hospital de Lleida o en el de Cervera, donde ha vivido momentos entre la vida y la muerte. Le llevó años de trabajos forzosos, intentando conectar su cabeza con el cuerpo, y había logrado unos movimiento­s contra todo pronóstico de la ciencia. Los médicos aseguraban no haber visto nunca un caso como el de Vilagrasa.

Ha dejado obras que deslumbran. Seres hacinados, desdoblado­s, multiplica­dos, enclaustra­dos, figuras que se deshacen y se rehacen, entrevista­s, insinuadas, sin sombra. Visiones. Geometrías ingrávidas. Una puerta abierta de donde aparece un charco de luz blanca. Otra puerta por la que penetra la negritud. Una ventana para saltar. Más allá como un foco de luz nos ciega. La pintura se enturbia y a la vez resplandec­e. Pinturas con luz propia.

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MERCÈ GILI

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