Argento en clave política
Suspiria
Dirección: Luca Guadagnino Intérp.: Dakota Johnson, Tilda Swinton, Doris Hick, Mia Goth
Prod.: Italia-EE.UU., 2018. Duración: 152 min. Terror.
2018 habrá sido un año próspero para el palermitano Luca Guadagnino. En enero estrenó la magnífica Call me by your name, por la que obtuvo un (merecidísimo) Oscar su guionista, el venerable James Ivory, y ahora nos presenta su último largometraje, Suspiria, más que un remake, una relectura muy particular del clásico homónimo de Dario Argento. Suspiria, cuya acción transcurría en una academia de danza alemana en la que sucedían cosas (y esas cosas ya pueden apostar a que tenían que ver con la brujería), la rodó Argento en una época de plenitud creativa (entre Rojo oscuro e Inferno) y es una de las joyas del muy fértil terror italiano que inauguraran Riccardo Freda y Mario Bava. El cine de Argento siempre se caracterizó por un sano desprecio de la psicología que tenía su contrapartida en la riqueza visual de sus imágenes, su estilizado estallido de colores, las composiciones barrocas y el virtuosismo de sus suntuosos asesinatos, de una belleza que habría aplaudido Thomas de Quincey.
La Suspiria de Guadagnino, ambientada en 1977, precisamente el año de producción de la de Argento, va por otro lado: un realismo frío y cortante, una atmósfera húmeda e inquietante. Antes que los elementos fantásticos, parecen interesarle los políticos: la Alemania del terrorismo y Baader-Meinhof, el Berlín del muro, el recuerdo imborrable del holocausto nazi, etcétera. No es casual, en este sentido, la presencia en el reparto de Ingrid Caven y Angela Winkler, actrices frecuentes en películas de Fassbinder o Schlöndorff de aquel tiempo. Guadagnino filma con elegancia, crea climas envolventes, elabora concienzudamente escenas como la de la muerte espasmódica en el transcurso de una danza (el mejor momento de la función), pero acaba ofreciéndonos una obra dispersa, sin centro determinado, de interés variable. La escena final del aquelarre, que no desentonaría como epílogo de la reciente Clímax, de Gaspar Noé, es decepcionante y despeja cualquier atisbo de duda: cuando nos apetezca volver a Suspiria, volveremos a la de Argento. Fijo.