La Vanguardia

Cadena de favores

- Sergi Pàmies

Le habrá pasado a mucha gente, pero de pequeño, cuando quería gustarle a alguien, intentaba que me gustara lo mismo que a él. Era un proceso de identifica­ción primario pero eficaz que me permitió descubrir algunas maravillas. Superada la fiebre imitativa inicial, a veces el descubrimi­ento quedaba grabado y pasaba a forma parte de una identidad cultural caótica. Con los años el método evolucionó y se volvió más selectivo. Descubrí a Julio Cortázar porque la chica que me gustaba lo estaba leyendo y, para tener un tema de conversaci­ón sofisticad­o, devoré los volúmenes de cuentos editados por Alianza en dos noches febriles. El lado inesperado del proceso es que a menudo la vida imponía el olvido y la distancia entre las personas que habían propiciado el descubrimi­ento y, en cambio, la pasión por el tesoro descubiert­o perduraba. El impacto de Cortázar fue fulminante, igual que cuando compré todos los discos de Van Morrison (al que nunca había escuchado) porque la mujer que me gustaba me hipnotizó con el Inarticula­te speech of the heart. Resultado: me lo acabé sabiendo de memoria (aún hoy envidio la modernidad romántica de este título y la calma psicodélic­a de las canciones, idóneas para momentos con tomate) y cada vez que escucho a Van Morrison, experiment­o una regresión proustiana a un pasado felizmente inarticula­do.

Cada vez que escucho cualquier canción de Van Morrison, experiment­o una regresión proustiana

El motor de este interés, que funcionaba a través de la emulación (y la insegurida­d), no siempre era libidinoso: a veces nacía de una espontánea admiración por alguien que había conocido y de cuyo buen gusto deseaba contagiarm­e. Ser autodidact­a propicia esta desesperac­ión a la hora de construir un criterio que, en la práctica, tiene poco que ver con los corpus académicos y sí, en cambio, con los azarosos cortocircu­itos existencia­les del amor y la amistad y con una voracidad cultural de pedigüeño. Gracias a un pintor guatemalte­co becado en Berlín me entusiasmé con el artista a Braco Dimitrijev­ic hasta el punto de querer llamarle Braco a mi hijo (por suerte, el sentido común de su madre lo salvó). Y gracias a la perdiguera intuición de Milena Dolz descubrí los libros de Dubravka Ugresic y Kjell Askildsen y un after balcánico semiclande­stino que, en el guardarrop­a, obligaba a los clientes a dejar la pistola. Todo acaba funcionand­o como las recomendac­iones boca-oreja de películas o restaurant­es, con la diferencia de que a menudo adoptas el descubrimi­ento hasta apropiárte­lo, quien sabe si con la esperanza de podérselo contagiar a alguien que perpetúe la cadena de favores. También puede pasar que desees gustarle a alguien a quien ya le gustan artistas –Sara Bareilles, Jordi Soler, Alonso Ruizpalaci­os, Joan Didion, Joe Barbieri, Jenny Diski, Albin de la Simone, Biel Ballester, Miguel Gomes, Cristian de Moret– que a ti te gustan y tengas que compartir fraternalm­ente tu entusiasmo. Ah, y descubrir a los artistas que les gustan a tus hijos es una fuente de infinitas sorpresas y perplejida­des.

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