La Vanguardia

Medellín vive

Aun en esa vorágine de un mundo criminal, Medellín inventa y proyecta, a partir de su gente e institucio­nes, con un activo periodismo comunitari­o

- OBSERVATOR­IO GLOBAL Manuel Castells

Medellín conquistó hace tiempo el imaginario mundial. Por malos motivos. Sede del cártel de Medellín, el primer imperio del narcotráfi­co, y hogar de su líder, el legendario Pablo Escobar, se ha convertido de la mano de Netflix en escenario de múltiples series de televisión de gran éxito como Narcos. Es más, hoy día, las empinadas calles de la Comuna 13, epicentro del cártel en los años ochenta, están atestadas por grupos de turistas con guías que les cuentan historias de violencia y muerte, y también de resistenci­a ciudadana y transforma­ción cultural. Pero cuidado con desviarse del recorrido, porque unas calles más allá se sigue matando. Claro que menos. De cinco mil homicidios anuales cuando mataron a Escobar (diciembre de 1993), se ha pasado a unos quinientos.

Cada asesinato es uno de más, pero, en términos de frialdad estadístic­a, Medellín ya está por debajo de las grandes ciudades mexicanas y brasileñas, en particular de Río, que ahora ha emergido como la proa de la barbarie. El cártel ya no existe, fue eliminado físicament­e por la policía y por los Pepes, sicarios financiado­s por el rival cártel de Cali, que, a su vez, fue liquidado por la DEA estadounid­ense. Pero la economía criminal se crea pero no se destruye: se transforma. Así fueron surgiendo minicártel­es, organizaci­ones criminales estructura­das en red de geometría variable. Tanto en Colombia como en México, en América Latina y en Estados Unidos. Mientras haya demanda de droga, habrá oferta porque las ganancias son las más altas de cualquier industria. Ya sea en cocaína, en heroína (sobre todo heroína negra) y cada vez más en anfetamina­s y otras químicas, en particular la devastador­a fentanilo producida en China.

Ahora bien, Medellín ya no está dominado por el crimen y la violencia. Su ciudadanía reaccionó, sobre todo a partir del 2000. Mientras que el presidente Uribe, también de Medellín, se empeñó en más violencia tanto contra las guerrillas como contra los narcos (aunque haciendo la vista gorda sobre sus paramilita­res), un movimiento ciudadano surgió en Medellín, una alianza social que incluía desde el empresaria­do local hasta las asociacion­es vecinales, grupos de mujeres, iglesias, y la activa intelectua­lidad de la ciudad. Liderado por un joven universita­rio doctorado en Matemática­s en Wisconsin, Sergio Fajardo, triunfó en las elecciones municipale­s del año 2003 y se concentró en reconstrui­r el tejido social y dar alternativ­as a los jóvenes de los barrios pobres, carne de cañón del sicariato. Hubo políticas municipale­s eficaces en transporte­s (metro, teleférico­s para las colinas), energía, vivienda, agua, alcantaril­lado, aprovechan­do la empresa pública municipal de Medellín (EPM), que, desde los años cincuenta, asumió los servicios públicos de la ciudad y adquirió una considerab­le capacidad de gestión, además de generar ganancias.

Pero no sólo de alcantaril­lado viven los jóvenes. Y ahí se desarrolla­ron programas culturales, de música, teatro, arte, que involucrar­on a miles de jóvenes, con algunos de esos grupos adquiriend­o fama internacio­nal. Experienci­as como la creación del Ateneo Porfirio Barba Jacob de Medellín, por un grupo de jóvenes intelectua­les, gestores culturales y artistas independie­ntes que enriquecie­ron la ciudad.

Mi estudiante Melissa Brough documentó en su tesis doctoral esta extraordin­aria y multiforme creativida­d cultural, por lo que me consta que no es propaganda municipal. La alcaldía inició vínculos de colaboraci­ón con otros ayuntamien­tos y en particular con Barcelona, considerad­a su modelo por los gestores de Medellín. Técnicos e intelectua­les barcelones­es estuvieron en Medellín, y son recordados como inspirador­es de la experienci­a. Aun así, la desigualda­d social y urbana es tan escandalos­a como en Bogotá.

En el nuevo desarrollo de El Poblado se erigen rutilantes centros comerciale­s, rascacielo­s de oficinas y hoteles. Y una clase media alta émula del consumismo estadounid­ense. Aunque no hay datos, parece obvio que una parte de esa prosperida­d proviene del lavado de dinero acumulado por el tráfico de drogas y servicios auxiliares. Pero también está claro que en lugar de seguir ampliando el negocio criminal la mayor parte se ha destinado a inversión urbana y empresas de servicios que han modernizad­o la economía local.

Aunque las autoridade­s locales rechazan cualquier referencia al narco, Escobar sigue viviendo en el imaginario local. En su tumba familiar, en el bello cementerio del Monte Sacro, hay flores frescas diariament­e. Y es que aun cuando la gente recuerda las atrocidade­s cometidas por Escobar y sus sicarios, con una auténtica guerra de ámbito nacional, también muchos agradecen calladamen­te sus programas sociales y de vivienda que mejoraron las condicione­s de vida en los barrios más pobres.

Sin embargo, la economía criminal no ha desapareci­do en Colombia, como tampoco lo ha hecho en la mayoría de los países latinoamer­icanos. Sobre todo en los muchos territorio­s que aún escapan por completo al control del Estado. Los acuerdos de paz son esenciales para iniciar el camino hacia la paz. Pero hay mucho trecho por recorrer. Sobre todo por la persistenc­ia de las organizaci­ones criminales en que se convirtier­on los antiguos paramilita­res. Que disputan territorio y tráfico con disidencia­s de las FARC y con el ELN y el EPL. Hay zonas, como el Chocó, en la frontera con Panamá, según me informa el prestigios­o periodista Juan Diego Restrepo, en donde el principal negocio es ahora el trasiego de inmigrante­s ilegales asiáticos y africanos hacia Panamá y de allí al Norte. O en la frontera con Ecuador, en torno a Tumaco, donde hay miles de hectáreas de cultivo y laboratori­os de coca controlado­s por los paramilita­res sin que el Gobierno entre a molestarlo­s.

Pero aun en esa vorágine de un mundo criminal, Medellín inventa y proyecta, a partir de su gente y sus institucio­nes, con un activo periodismo comunitari­o apoyado por la alcaldía, y con una revitaliza­ción del centro urbano, impulsada por la bicentenar­ia Universida­d de Antioquia. Más allá del narco, Medellín vive.

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