La Vanguardia

La geometría de la vida

- Susana Quadrado

Era un martes por la mañana, un día soleado, fantástico, en Barcelona. Cuando le colgué el teléfono, me salió la pena de dentro, así de golpe. Él estaba hecho polvo, “ya he llorado mucho”. Y el dolor se contagia, por mucho que minutos antes hayas estado cantando reguetón bajo el chorro del agua de la ducha.

–Mi madre se muere.

Sabes que es ley de vida, que si me necesitas estoy aquí y que estamos en la edad de que se nos mueran los padres... Sin embargo, amigo mío, qué putada. A esta mediana edad nuestra se la llama generación sándwich, como si fuéramos –qué término más desafortun­ado– el jamón o el fuet del bocadillo. Atrapados entre dos rebanadas. Ocurre que nos vamos haciendo mayores, poco a poco, igual que nuestros padres y nuestros hijos, pero ellos lo hacen a otro ritmo. La gran paradoja es que para ti el reloj no corre, no, vuela, mientras que para ellos y por razones bien distintas la cosa va al trantrán. Así, los procesos vitales no se acaban encontrand­o del todo hasta el día que se cruzan, o más bien colisionan. ¡Pum!

Como dos rectas que convergen en un mismo punto, la vida tiene una geometría singular. ¿Y cuál es ese punto de choque? Pues cuando tu hija firma una declaració­n de “ya soy mayor” y cierra la puerta de su habitación antes de meterse

Los de la generación sándwich estamos atrapados entre los hijos y los padres, hasta el día en que todo cambia de repente

en la cama y dormir. Ya no hay que dejar la puerta medio abierta ni una luz encendida en el pasillo. Entonces empiezas a ser consciente de que tienes que aflojar el nudo del cordón. Ya te puedes ir preparando porque el próximo gran paso será cuando la despidas en el aeropuerto porque ella, que ya es mayor, se irá muy lejos a experiment­ar por sí sola.

Otro momento del pum es cuando se muere el padre o la madre. A juzgar por la respuesta de mis amigos, esto te pasa por encima como una apisonador­a. En mi familia hemos hablado de la muerte. En concreto, una tarde de agosto. Fuera dramas. Y, haciéndolo, pudimos tener más conversaci­ones profundas, para poder aceptar la situación cuando llegue con naturalida­d y sin que nos haga tanto daño. Aquello me enseñó a tener perspectiv­a y a intentar centrarme en lo importante: es muy fácil que en el día a día nos perdamos en cosas insignific­antes.

Creo, como Epicuro, que después de la muerte no hay nada. Seguro que sí recuerdos, algunos de gran intensidad. La memoria es tan fascinante que nunca sabes por dónde saldrá. A menudo acabas recordando una cosa pequeña, sobre todo cuando alguien falta, una banalidad que te transporta a un momento feliz.

No querría haber escrito un artículo triste, no era mi intención porque entonces hay quien dice que soy una persona triste, y qué poco me conocen. No quería hablar de aquella tristeza que se queda a media garganta, porque esta pasa. Sino de cómo de este vacío nace una necesidad urgente de abrazar la vida, a pesar de saber que algún día te hará una putada.

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