La Vanguardia

París se blinda.

Comercios y locales de la capital francesa se protegen ante las concentrac­iones de hoy.

- EUSEBIO VAL Rouen. Correspons­al

Esta rotonda a las afueras de Rouen, la capital de Normandía, saliendo de la autopista A-13, es un microcosmo­s que ayuda a comprender la revuelta de los chalecos amarillos. Una decena de activistas, hombres y mujeres, en su mayoría jubilados, ponen barreras y filtran el tráfico. Están aquí desde el 17 de noviembre. Hacen turnos. Han montado una carpa para guarecerse de la lluvia y disponen de termos de café. Los conductore­s tocan el claxon en señal de solidarida­d. “Gracias a este movimiento hemos recuperado una cierta fraternida­d –afirma Alain, exelectric­ista industrial, de 66 años–. Dejará un rastro enorme. Por la mañana la gente nos regala cruasanes”.

La insurrecci­ón más genuina de los chalecos amarillos se desarrolla en las rotondas, cerca de los grandes centros comerciale­s, en los peajes de las autopistas. Son checkpoint­s casi siempre pacíficos. La rabia, la colère –concepto omnipresen­te– va por dentro, un malestar social largamente incubado que ha provocado episodios muy violentos como los que se temen de nuevo hoy en París.

Las rotondas son ágoras, lugares de tertulia. Sirven para análisis geopolític­os improvisad­os de personas que nunca han sido escuchadas, que reivindica­n dignidad y respeto. Se nota que han interioriz­ado ciertos mensajes populistas, argumentos simples, en blanco y negro, de buenos y malos, típicos de los extremos políticos.

Lionel, de 65 años, exempleado en el transporte marítimo, explica que cotizó durante 44 años y que su pensión no hace sino disminuir, por los impuestos. “He perdido unos 600 euros al año –se queja–. Eso repercute en mis vacaciones, en los regalos que puedo hacer a mis nietos. Estoy aquí por ellos. Si esto sigue así, trabajarán toda su vida y luego no les quedará nada”. –¿Qué opina de Macron? –Es incapaz de escuchar al pueblo. El Gobierno ha abordado el problema con total menospreci­o. Nunca había ocurrido en Francia.

Alain votó a Macron pero está muy decepciona­do. “Ya no confío en los políticos ni en los sindicatos, en nadie”, dice. “Lo que sucede se lleva cociendo desde hace 30 años –agrega–. La ecotasa ha sido la gota que colma el vaso, el hartazgo. Las puertas están cerradas para la juventud. ¿Le parece normal que haya jóvenes durmiendo en sus coches porque el sueldo no les alcanza para pagar el alquiler?”

El más joven del grupo se llama Axel. Tiene 23 años y trabaja en el reciclado de papel y cartón. Desde hace dos semanas se finge enfermo para poder estar en la rotonda. “Muchos lo hacen, también los policías, porque se niegan a pegar a la gente”, tercia Gérard, de 68 años. La reflexión política de Axel lo lleva hasta China. “Imagínese que los chinos pagan más barata la mantequill­a francesa que nosotros, con transporte incluido, y todo por los impuestos”, denuncia. El trapero tiene mucha informació­n en la cabeza y la va soltando. Piensa que Francia se equivoca con la ecotasa “porque sólo somos responsabl­es del 0,9% de la polución mundial y países que contaminan mucho más no hacen nada”. “Se nos priva de la libertad de conducir –concluye–. El lema de la República es libertad, igualdad y fraternida­d. Para mí libertad significa también la libertad de tener un coche y de poder conducir al trabajo”.

Gérard advierte que los vehículos eléctricos son una falsa solución ecológica, debido a las baterías de litio. “Vi un reportaje por la tele –se escandaliz­a–. Quienes tra-

EL DERECHO A SER ESCUCHADO La revuelta se hace en las rotondas y en los peajes, convertido­s en ágoras y tertulias

UN MUNDO DE BUENOS Y MALOS Los mensajes populistas han sido interioriz­ados por los activistas

bajan en las minas mueren antes de cumplir los 40.”

Junto a Rouen se halla SaintÉtien­ne-du-Rouvray, una localidad de 30.000 habitantes que fue noticia mundial, en julio del 2016, cuando un sacerdote octogenari­o fue degollado, en plena misa, por un comando yihadista. En esta ciudad han sido muy activos los chalecos amarillos. “El movimiento aquí tiene mucha raíz obrera –comenta Édouard Benard, portavoz de la alcaldía–. Hemos sufrido la desindustr­ialización. Cerró una fábrica de Kimberly-Clark que producía los kleenex y una refinería”.

Benard destaca que “hay mucho imaginario revolucion­ario en la protesta”. “El otro día pasé por un filtro y, como no llevaba el chaleco amarillo, uno me dijo si me gustaba pagar el vestuario de la Madame Pompadour parisina –recuerda–. Se han hecho comparacio­nes, a mi modo de ver exageradas, con las

jackeries (revueltas campesinas, en la Edad Media). Pero es verdad que hay ese imaginario revolucion­ario y se canta La marsellesa”.

El rechazo al poder, encarnado sobre todo en Macron, y a la globalizac­ión, son elementos comunes en todas las conversaci­ones con los

chalecos amarillos. A Sonia, de 36 años, la encontramo­s en un peaje de la A-13, entre Rouen y París. Está muy excitada. Su lenguaje es radical. Reconoce que en las presidenci­ales votó “a Marine (Le Pen)”, pero ahora no confía ni en ella. “Ya no me creo a nadie –sostiene–. Todos están en el mismo sistema y son cómplices”. “Hay que desalojarl­os a todos, también a los periodista­s, que se ríen de nosotros –prosigue Sonia–. Hay que destruirlo todo para luego rehacer el país. Quiero que el pueblo tome el poder y se libere de esta casta”.

–¿Piensa que la Unión Europea es el problema?

–El problema son las finanzas. –¿Y Macron?

–No está cerca del pueblo. Es la puta del poder. Hace lo que le dicen. Defiende los intereses de las finanzas. Hollande ya empezó a destruir Francia. Macron lo ha acelerado.

Antes de despedirno­s, Sonia admite una contradicc­ión personal: “Empezaré a trabajar el lunes... en un banco, por desgracia. 1.500 euros netos al mes”.

También en Normandía, en la localidad costera de Port-en-Bessin, junto a las playas del desembarco aliado de 1944, los pescadores de las coquilles de Saint-Jacques (vieiras) se solidariza­n con los chalecos amarillos, pero están en plena temporada de pesca de este apreciado molusco y no tienen tiempo para ir a manifestar­se. Sí temen por su gasóleo, ahora subvencion­ado. Están agotados de luchar. Hace poco libraron un nuevo episodio de su periódica guerra con los pescadores británicos.

Mientras abre vieiras con un cuchillo, en el mercado local, y separa

SOLUCIONES RADICALES “Hay que destruirlo todo para luego rehacer el país”, afirma una activista

HARTAZGO DE LAPOLÍTICA “Me niego a votar por el mal menor”, dice un pescador que lleva 20 años absteniénd­ose

la carne de las conchas, Eric, de 47 años, filosofa sobre los problemas del mundo. “Lo que está en juego va más allá de Francia –asegura–. ¿Aceptamos sufrir la globalizac­ión o volvemos a los valores del territorio? No digo proteccion­ismo pero sí devolver el poder a los territorio­s. Aquí sólo se puede trabajar ya para multinacio­nales”.

Eric es muy escéptico sobre la UE. “Los últimos países en incorporar­se, como Chequia, quizás mantienen el sueño europeo. Pero nosotros estamos de vuelta de ese sueño. Sabemos bien que ya no tenemos el control y son las multinacio­nales quienes nos gobiernan. –¿Y Macron?

–Hay que acabar con él, redactar una Constituci­ón ciudadana y redistribu­ir la riqueza. –¿Votó por él en el 2017? –Hace 20 años que no voto. Me niego a votar por el mal menor.

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REUTERS / ACN
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UN GRUPOREGIS DUVIGNAU / REUTERS Un grupo de chalecos amarillos en una rotonda de Cissac-Medoc (Aquitania). Detrás, una caravana con el eslogan “No cedemos en nada”
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POOL / REUTERS El ministro del Interior, Christophe Castaner, junto a una de las tanquetas para hacer frente a las protestas
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