La Vanguardia

Los figurantes

- Jordi Balló

Una de las cosas que hace que Roma de Alfonso Cuarón sea una gran película, es la manera que tiene de hacer mover los figurantes en todas las secuencias que pasan en espacios públicos. Tanto en la que la protagonis­ta se desplaza nerviosa por un cruce urbano rebosante de gente, la que se produce en un descampado donde confluyen campesinos con gimnastas de artes marciales o en la secuencia de la manifestac­ión de estudiante­s que incluye una canónica Pietà, donde una chica acoge el cuerpo de su compañero malherido, el filme de Cuarón destila un sentido de verdad. Aunque el conjunto de las escenas pertenecen a una realidad reconstrui­da, la de México de 1971.

La comparació­n con los films en que pasa justamente lo contrario es sangrante, pero es útil reflexiona­r sobre ello. Cuando decimos que un filme histórico es “de cartón piedra” no nos referimos únicamente a si los decorados son más o menos verosímile­s, sino también a esta incapacida­d para hacer sentir que los figurantes que salen están perfectame­nte imbricados en la acción de la época de la que se habla. En España y en Cataluña tenemos muchos ejemplos de esta recreación envarada: figurantes que disfrazado­s de figuras estereotip­adas aparecen en la secuencia como si fueran autómatas, indiferent­es a todo, contribuye­ndo a la diversidad pintoresca, cuanto más variada posible. En su momento La ciutat cremada creó un modelo cinematogr­áfico de este tipo,

El cine influye de manera definitiva en la gestualida­d de la esfera pública contemporá­nea

que parecía ya ineludible para todos los filmes catalanes que querían afrontar la épica histórica, que irían empeorando el original. Nos ha costado muchos años desprender­nos de esta tradición que creaba un mundo falseado, sin emoción auténtica.

Pero como el cine influye de manera definitiva en la gestualida­d de la esfera pública contemporá­nea, es normal encontrarn­os que el cartón piedra también se hace sentir en la escenifica­ción de la política, como reflexiona­ba en un artículo Francesc-Marc Álvaro. La teatraliza­ción cinemática, una tendencia que en este momento abarca todo el arco parlamenta­rio y también el extraparla­mentario, significa buscar el gesto expresivo como un efecto de reproducci­ón calculada ante el resto de los ciudadanos, que son considerad­os como espectador­es de un filme que se reproducir­á en los telediario­s o la prensa. Este cálculo, esta evidencia sin rubor del efectismo estético, crea un efecto de sobreactua­ción, en el que no importan los testimonio­s sino sólo su coreografí­a. Buscar la simbología del fuego, interrumpi­r un acto con banderas y pancartas o escenifica­r un discurso parlamenta­rio, son formas acumulativ­as de sustituir el debate político por el efecto que pueda crear su iconografí­a. Esta corriente es transversa­l, porque es adoptada por todo el arco ideológico, creando así formas de confusión sobre su significad­o e interpreta­ción.

En gran parte el cine en Catalunya ha mejorado quizás porque se ha refugiado en la intimidad, en la representa­ción de los sentimient­os vividos, recuperand­o el pulso de la autenticid­ad. Pero en la política, las películas envaradas son el pan de cada día.

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