La Vanguardia

Salario mínimo multifunci­ón

- Miquel Puig

La academia no ha revisado su veredicto según el cual se trata de una medida o inútil o contraprod­ucente, pero el salario mínimo está recuperand­o a marchas forzadas el protagonis­mo que perdió a partir de la “revolución conservado­ra” de los setenta. Este mismo lunes fuimos testigos de dos ejemplos.

En primer lugar, el presidente Macron, acosado por una fenomenal protesta que expresa la frustració­n de la Francia que se siente perdedora de la globalizac­ión, aparece en televisión después de un largo silencio para entonar el mea culpa y proponer medidas que calmen a los insurrecto­s. La más importante: subir el salario mínimo en 100 euros al mes.

Pongamos esta subida en contexto. El salario mínimo francés ya está en la banda alta de Occidente tanto en términos absolutos (1.498,50 euros) como relativos (el 52% del PIB per cápita). Ignoramos aún qué efecto tendrá esta medida sobre la protesta, pero lo cierto es que Macron identifica el salario mínimo como un remedio al creciente malestar de las sociedades avanzadas.

El segundo caso es el de Ernest Maragall, que el lunes presentó su candidatur­a a la alcaldía de Barcelona. Maragall también habló de desigualda­des y de frustració­n y propuso como remedio el establecim­iento de un salario mínimo en concordanc­ia con los elevados precios de la ciudad. Concretó que debería situarse en el 50% del PIB per cápita, que tradujo en 1.100 euros al mes (se supone que, a diferencia del francés, en 14 pagas). Las ciudades españolas no tienen –a diferencia de las norteameri­canas– capacidad legal para imponer un salario mínimo, pero no es menos cierto que un Ayuntamien­to dispone de herramient­as para persuadir a los agentes sociales para que lo adopten de mutuo acuerdo.

Un salario mínimo digno no es la panacea, pero refleja una sociedad donde se puede vivir dignamente del trabajo

Maragall también habló de la necesidad de “socializar” el éxito turístico de la ciudad “poniendo el mercado al servicio de las personas” y mediante el establecim­iento de una tasa turística “bien medida”. No hay duda, sin embargo, de que un salario mínimo digno en los sectores turísticos también constituir­ía una herramient­a para “socializar” sus beneficios.

Maragall sugirió la necesidad de regular la avalancha de turistas. Es evidente que una manera de hacerlo –la que preferimos los economista­s– es a través de los precios, y es indudable que un salario mínimo digno es una manera indirecta de conseguirl­o. A su vez, contener esta avalancha es una manera de contener el alza de los precios inmobiliar­ios, otro de los objetivos que se propuso.

Finalmente, Maragall también habló de hacer de la educación “marca de Barcelona” y de la necesidad de reducir el abandono escolar. Maragall quizás no sabe que una de las maneras más eficaces para lograrlo es reducir el atractivo de contratar –por poco precio– a personas poco formadas. Un salario mínimo digno no es la panacea, pero es indudable que una sociedad “donde se puede vivir dignamente del trabajo”, como ha dicho Macron, es mucho más sana que una donde esto no siempre suceda.

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