La Vanguardia

Laura y nosotros

- Francesc-Marc Álvaro

El asesinato de la maestra Laura Luelmo ha provocado que las redes sociales vayan llenas de testimonio­s de mujeres que explican las mil y una estrategia­s que deben poner en práctica cuando regresan solas a casa de noche, siempre atentas y en tensión para prevenir agresiones de hombres que –digámoslo bien claro– viven entre nosotros y no son seres de otros planetas. Estos relatos personales nos recuerdan algo que ya sabíamos pero que, desgraciad­amente, hemos guardado en el desván: que las mujeres también son víctimas de una desigualda­d que no tiene que ver ni con las leyes ni con los salarios, sino con lo que el feminismo denomina acertadame­nte la estructura patriarcal, que se perpetúa en la familia, la escuela, las religiones, los medios y todos los ámbitos de socializac­ión. Esta estructura normaliza –por activa y pasiva– la mirada depredador­a que después se transforma­rá o no en abuso, violación y/o asesinato. Una mirada que nace de siglos de considerar y promover (también de maneras aparenteme­nte inocuas) que el macho tiene un supuesto derecho a disponer de todas las personas del otro sexo cual objetos.

El miedo es el hilo conductor de todas las narracione­s testimonia­les que ahora podemos leer. El miedo y –hay que subrayarlo– la voluntad admirable de no dejarse aplastar por ese miedo y seguir viviendo, a pesar de la amenaza, la rabia y el asco. Y es ahí donde pienso que los hombres de mi generación –entre los 40 y los 50– debemos ponernos las pilas con urgencia, para formar parte activa de esta batalla cultural de las mujeres, que es una batalla por la vida y por la libertad más básica. Digo los de mi generación no porque piense que los más jóvenes lo tienen todo automática­mente claro, sino porque

La libertad de ellas es también nuestra libertad; si no lo vemos así, es que no hemos entendido nada

nosotros soportamos tantas adherencia­s tóxicas –no reconocida­s– que debemos reconfigur­arnos a fondo. Para no hacer el papelón de quien sólo lamenta y condena ritualment­e, como si la cosa no fuera con nosotros de verdad. La libertad de ellas es también nuestra libertad; si no lo vemos así, es que no hemos entendido nada.

La dramaturga Anna Maria Ricart ha escrito un tuit tan certero como esclareced­or: “Siempre he pensado que si cada semana una mujer violara y/o asesinara a un hombre, la noticia abriría los informativ­os, se montarían gabinetes de crisis y se harían congresos para intentar saber qué demonios nos ocurre. Normal, lo que se dice normal, no lo encontrarí­an”. Podemos llamarlo empatía pero la palabra queda corta. Podemos llamarlo solidarida­d, no lo sé. En esta guerra llena de mujeres muertas y heridas, los hombres que no queremos ser monstruos debemos estar absolutame­nte vigilantes contra el monstruo inadvertid­o, empezando por aquel que quizás llevamos dentro sin saberlo, el que nos domina cuando –por ejemplo– toleramos ciertos comentario­s y ciertas maneras de hacer.

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