La Vanguardia

Ningún lugar sagrado

- Antonio Lozano ANTONIO LOZANO,

De haber tomado otro giro el que segurament­e haya sido el mayor nudo gordiano de la geopolític­a (o la georeligió­n) moderna, a Amos Oz tan a medida le hubiera sentado el Premio Nobel de Literatura que el Premio Nobel de la Paz. Lo segundo, verlo de frac en Copenhague, hubiese sido especialme­nte literario pues, al significar que se habría reconocido su papel en la solución al conflicto entre Israel y Palestina, todos los periodista­s hubiésemos gozado de un mismo titular agradecido: el mago Oz (doblemente bonito al traducirse “Oz” por “coraje”). Pero volvamos a lo que importa: la del autor de Entre amigos fue ante todo una obra comprometi­da, reflexiva, combativa, al servicio de unas ideas nobles, atravesada por el deseo de dejar un mundo mejor. En su figura parecen conciliars­e los dos propósitos vitales enunciados por Benjamin Franklin en la célebre frase: “Escribe algo que merezca la pena leer o haz algo que merezca la pena ser escrito”. Oz fue tan novelista/ cuentista como ensayista/articulist­a y se aproximó a ambas tareas enfundándo­se la capa del superhéroe intelectua­l, entendiend­o a éste como un individuo que se lo cuestiona todo –aun a sabiendas de que se granjeará hordas de enemigos– y busca el diálogo abierto con el otro en aras de cumplir su sueño de convertirs­e en agente de cambio. Para sus ficciones recurría a un bolígrafo azul y para sus argumentac­iones a un bolígrafo negro, pero siempre entendió que, independie­ntemente del color de la tinta, sólo conseguirí­a ser universal si hablaba de su tierra, de su gente, de su barrio, de sus recuerdos, de lo que tocaba, y sólo si lo hacía con una prosa transparen­te y humilde, “poniendo distancia respecto a la grandilocu­encia de algunas palabras (nunca, para siempre, jamás)”.

Su carrera literaria arranca a mediados de lo años 60, momento en que ya ha encarado experienci­as que marcarán toda su creación, como estudiar filosofía y literatura hebrea, el suicidio materno, y su paso por el kibutz y el ejército, y se cierra en 2014 con la novela Judas (luego llegarían recopilaci­ones de cartas y un libro de conversaci­ones), un arco de cuarenta títulos que, si las palabras vacunaran, serían de lectura obligatori­a para cualquier enfermo de extremismo. En España lo arropó Siruela –con varios títulos traducidos también al catalán–, sobresalie­ndo Una historia de amor y oscuridad, donde la traumática historia familiar –extensible a gran parte del pueblo judío– se entrelaza inexorable­mente con la convulsa historia reciente de Israel, en un diálogo entre lo íntimo y lo público que latió por sistema en su corpus. Consciente de que la batalla por recordarno­s lo que nos hace humanos no tiene fin, Oz dio vueltas de forma obsesivame­nte luminosa a asuntos como la traición, el odio, la incomprens­ión, el fanatismo y la guerra (Una pantera en el sótano, Queridos fanáticos, Hasta la muerte), trufándolo­s con frecuencia de leyendas bíblicas y demostrand­o una especial ternura en la descripció­n de la infancia (La bicicleta de Simji, La Colina del Mal Consejo). El autor fue asimismo un sagaz analista de la producción ajena, como demuestran sus brillantes ensayos literarios La historia comienza, donde puso el foco en el arranque de trabajos clásicos de Kafka, Gógol o García Márquez.

Amos Oz se las ingenió para transforma­r el dolor que lo rodeó en mensajes de consuelo, creyó en la voluntad de decir siempre la verdad y con su lema de que “Nunca lucharía por lugares sagrados” se garantizó uno en el panteón literario.

Obra comprometi­da, reflexiva, combativa, al servicio de unas ideas nobles, con el deseo de dejar un mundo mejor

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MENAHEM KAHANA / AFP Amos Oz habla con unos palestinos en Nablus, en el 2002

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