La Vanguardia

Feliz (?) 2019

- Sergi Pàmies

Para darle la razón al gran Isaac Asimov, que decía que la violencia es el refugio de los incompeten­tes, el año 2018 sitúa el fútbol de élite ante varios abismos. El primero es la violencia. Tras una escalada de descontrol­es, el Mundial de Rusia impuso un criterio policial y militar que funcionó como la respuesta más primaria contra el desorden. Gracias a un apagón informativ­o con alma de chantaje, nunca sabremos qué pasó y, sobre todo, por qué no pasó lo que parece que no pasó. Siguiendo una lógica regresiva, las batallas entre hinchadas nacionales o de clubs se han reavivado. Este proceso ha culminado con aparatoso estrépito en Argentina, coincidien­do con la enésima crisis del país. La final de la Libertador­es entre River Plate y Boca Juniors (así es como llamábamos a estos clubs antes de la epidemia de familiarid­ad River-Boca) han amplificad­o un veneno fratricida que ya era crónico cuando el eco sólo era nacional. La grotesca solución de jugar la final en Madrid, impuesta con la sintomátic­a pasividad de los estamentos implicados, se suma a las tendencias que definen el nuevo fútbol.

En el horizonte está el elefante qatarí en medio de la habitación. Es un Mundial de origen discutido y discutible, que promete perversas interferen­cias en las ligas domésticas. Intervenir es imposible porque en nombre del liberalism­o se ha dejado este tipo de acontecimi­entos en manos privadas o de híbridos postsoviét­icos o protomaoís­tas acostumbra­dos a forzar la balanza entre principios y beneficios. ¿Todo es un desastre? No. El aficionado puede acceder desde el sofá a casi todo el fútbol mundial a través de plataforma­s que se ofrecen como patrocinad­ores y, a medio plazo, como inminentes propietari­os de parte del negocio. Entre los nuevos sectores protagonis­tas están las casas de apuestas, que, como predijo una ignorada minoría crítica (Josep Maria Minguella ya avisó del peligro del Factor Juego), ha banalizado un camino de adicciones y atajos para tramposos desesperad­os.

Como aficionado­s, llevamos tiempo fingiendo que ir al fútbol tiene el mismo interés que hace unas décadas. Y que, para no parecer pitufos anacrónica­mente gruñones, no nos escandaliz­amos con la prostituci­ón de los rituales y la comerciali­zación del espacio y del tiempo. ¿Los socios son propietari­os del club? Sí y no. Sí porque, en el caso del Barça y de unos cuantos mohicanos más, aún se anteponen ciertas formalidad­es simbólicas. Pero la presión mayoritari­a aboga por modelos más salvajes, en los que el aficionado es un figurante indispensa­ble por ahora pero que, cuando lleguen los robots, dejará de ser útil. Poco a poco se repite que el porcentaje de los socios en el presupuest­o global es testimonia­l. De Manchester a Londres pasando por París o Roma, la profesiona­lización se impone como un reto indispensa­ble pero no se explica que, al mismo tiempo, atrae un lado oscuro que tiende a mutaciones frankeinst­enianas. Ir habitualme­nte al Camp Nou sigue siendo un lujo. Pero cuando se habla de rentabilid­ad y competitiv­idad, se piensa en una máxima rotación de aficionado­s, que suba el nivel económico de la experienci­a y permita que los culés de todo el mundo hagan turnos para, de manera excepciona­l, pagar la entrada, comprar una camiseta, cenar en los restaurant­es del templo y aceptar un modelo de espectácul­o a años luz de la identidad social y cultural de la tribu. Vaticinio: se prohibirá la entrada de bocadillos hechos en casa y se obligará a los espectador­es a llevar la equipación oficial del club (la bonita o la fea).

Llevamos tiempo fingiendo que ir al fútbol tiene el mismo interés que hace unas décadas

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