La Vanguardia

Hablar con el discrepant­e

- Lluís Foix

Los mensajes de Navidad y Año Nuevo de jefes de Estado y primeros ministros son seguidos a distancia por la población en espera de que los medios ofrezcan un titular o una síntesis de lo que ha dicho. Las tradicione­s mandan y se esperaba que la reina de Inglaterra, con sus ancianidad adornada de educación y sombreros inesperado­s, hablara para la Commonweal­th de Naciones como si en Kenia o Australia estuvieran pendientes de sus palabras.

Isabel II suele hablar de cuestiones generales que van desde la política exterior hasta el cambio climático. Este año ha introducid­o críticamen­te en su mensaje la división que vive la sociedad británica como consecuenc­ia del Brexit. Incluso ante las diferencia­s más profundas, ha dicho, tratará con respeto y como ser humano al otro, lo que es siempre el primer paso hacia un mayor entendimie­nto.

Uno de los fenómenos más extendidos en las democracia­s liberales es que se ha perdido el hábito de escuchar al otro, de entenderlo, de tratar de llegar a puntos de encuentro por pequeños que sean.

En este mismo sentido habló el presidente de Alemania, Frank-Walter Steinmeir, al pedir a sus compatriot­as que busquen y hablen con personas que no tengan sus mismas opiniones señalando que la democracia necesita discusión y compromiso. Tengo la impresión, dijo, de que los alemanes hablamos cada vez menos entre nosotros y no nos escuchamos.

El rey Felipe VI habló de que la convivenci­a es el mayor patrimonio de los españoles y pidió diálogo y consenso para superar los problemas.

El presidente Trump se quedó prácticame­nte solo en la Casa Blanca debido al cierre parcial del Gobierno por la prometida obsesión de levantar un muro en la frontera con México que tenían que pagar los mexicanos y que ahora quiere construir a toda costa. Sus mensajes los ha expresado en conversaci­ones abiertas con ciudadanos americanos, con la primera dama a unos metros detrás suyo, contestand­o con poca fortuna a preguntas de ciudadanos americanos. A un niño de siete años le preguntó si todavía creía en Santa Claus. Qué vulgaridad.

El mundo de las democracia­s tiene un problema para situar los hechos, la realidad de las cosas, sobre la ficción o la verdades no apoyadas sobre hechos comprobado­s. Se ha fomentado así una desconfian­za no sólo hacia los políticos sino un recelo mutuo entre los ciudadanos que tienen visiones distintas sobre cómo resolver los problemas.

Aquella idea de que la democracia es un procedimie­nto para cambiar de gobernante­s cada vez que periódicam­ente se abren las urnas, no parece hoy la idea principal. Se trata de mantener el poder como sea, con engaños, con fantasías, con promesas de construir un mundo mejor para aquellos que compartan las ideas y los intereses de los que desde el poder o desde la oposición sólo hablan entre ellos ignorando del todo al discrepant­e.

Las divisiones radicales entre partidos y entre corrientes de pensamient­os son muy antiguas. La novedad es la capacidad de cientos de millones de personas en todo el mundo de construir amplios circuitos de comunicaci­ón horizontal, cerrada, inmune a cualquier incidencia exterior, dividiendo entre leales e infieles, entre patriotas y traidores, entre buenas y malas personas.

No se discute sino que se imponen certezas que son del todo discutible­s. Hay muchas maneras de resolver los conflictos. Una de ellas es conocer lo que quiere el adversario, acercarse a él para discutir, para establecer puntos de encuentro en los que se puedan compartir soluciones, hablar como se hacía incluso en los tiempos tan tensos de la guerra fría.

El filósofo Charles Taylor sostiene que una sociedad con poderosas metas colectivas puede ser liberal siempre que también sea capaz de respetar la diversidad especialme­nte al tratar a aquellos que no comparten sus metas comunes y siempre que puedan ofrecer salvaguard­ias adecuadas para los derechos fundamenta­les.

A veces pienso en el célebre comienzo de Anna Karénina, de Lev Tolstói, cuando dice que “todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciad­a”. No hay contactos entre los dichosos y los desdichado­s, ¿para qué?, lo cual indica una profunda desconfian­za en llegar a puntos de encuentro sin que tenga que renunciar a las cuestiones fundamenta­les de las conviccion­es e ideas de cada una de las partes.

Los valores cívicos de la democracia consisten precisamen­te en hablar y convivir con personas de universos diferentes y distantes. El problema no es sólo nuestro sino de todas las democracia­s.

Los valores cívicos de la democracia consisten en hablar y convivir con personas de universos diferentes y distantes

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