La Vanguardia

Propios y extraños

- Joana Bonet

El pasado 25 de diciembre por la tarde el paseo de Gràcia estaba razonablem­ente vacío, a excepción de la esquina de la Pedrera, donde tres guías explicaban a sus respectivo­s grupos, uno japonés, otro anglosajón –en Bicing– y un tercero que parecía chino, los pormenores y las fatigas de Gaudí, ajenos a las migas de turrón que se desparrama­ban por las mesas de los comedores del Eixample. A aquella hora muerta de la tarde, cuando todos se habían cansado ya de comer y beber y la luz vespertina parecía de bombilla, las expedicion­es de turistas hacían suya la ciudad a pesar de esos letreros que intentan ahuyentarl­os como el de “Gaudí hates you”.

El ideal de ciudad cosmopolit­a y afrancesad­a se despeñó a causa de la avaricia de los empresario­s que salieron a despachar Barcelona al mundo. Hicieron tan bien su trabajo que es ya la cuarta ciudad más admirada y visitada del Viejo Continente, por detrás de París, Londres y Roma. No olvido aquellos viajes que organizaba Pujol a Tokio o Nueva York a primeros de los noventa para vender el “Catalonian design” con el espaldaraz­o de los Juegos Olímpicos. Se hacía acompañar de un muestrario de diseñadore­s y jóvenes modernos, y agasajaba a los invitados con tapas de pan con tomate y jamón. Hoy, los hijos y nietos de aquellos primeros japoneses que aprendiero­n a beber del porrón atienden pacientes para entrar en Vuitton, Hermès o Chanel. Hacer cola en el paseo de Gràcia para gastarse un mínimo de tresciento­s euros –lo que vale un pañuelo de seda– y departir con un dependient­e que te invita a champán resulta encantador para los visitantes, que puntúan con un 8,4 sobre 10 la

Los visitantes educados quieren asombrarse con las fantasías de Gaudí y comprar hasta reventar

oferta comercial de la ciudad, según datos de Turisme Barcelona.

El dinero de argentinos, rusos, coreanos o israelíes engrosa diariament­e las arcas mientras la ciudad barrunta impuestos antiavalan­chas. “Barcelona empieza a ser más de los otros que nuestra. Esto nos provoca dosis de orgullo e histeria”, escribe Màrius Carol en Els barcelonin­s (i les barcelonin­es) (Elba). Los visitantes educados quieren asombrarse con las fantasías de Gaudí y comprar hasta reventar. Y he ahí una fortaleza –que para los turismofób­icos es debilidad–: los barcelones­es son unos estupendos vendedores. Y me refiero a quienes no anteponen su espíritu de botiguer y venden experienci­as. Los comerciant­es genuinos estimulan los cinco sentidos con un relato atractivo y proyectan la vocación necesaria para vender emociones, en lugar de encumbrar el valor material de un enser que acabará arrinconad­o en un almacén de objetos perdidos. Piénsenlo: la propia palabra, turista, cada vez nos suena peor, más sucia y barata, por ello hay que desconecta­rla del espíritu depredador que se carga, y se caga, en la belleza del adoquín modernista, o sea, de los bárbaros.

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