La Vanguardia

Rusiñol, revisitado

- Oriol Pi de Cabanyes

LPlanteó su vida y su obra al servicio de una reconcilia­ción con la naturaleza

a mejor creación de Rusiñol fue la de él mismo como personaje: como arquetipo del modernista. Fue un pintor y un escritor comprometi­do. Pero su compromiso, su único compromiso cierto fue con el Arte, así en mayúsculas. O con su arte, en pintura tan suave de formas y en literatura tan rotundo en sus planteamie­ntos. Con un punto de vista siempre amable, planteó su vida y su obra al servicio de una reconcilia­ción con la naturaleza, también la humana, incluso en sus peores expresione­s. Porque Rusiñol creía que el arte, en el más amplio sentido, podía ayudar a hacer la vida más llevadera. En el fondo, era un conservado­r. Buscaba lo que, según Rorty, “desde siempre han prometido la religión y la filosofía: un punto fijo en el mundo cambiante, un punto central inamovible”. En su caso, una sociedad amable en sus formas de sociabilid­ad tradiciona­l, de cuando todo el mundo reposaba conformado en su posición. O sea, el costumbris­mo como técnica de retrato individual y colectivo. También los costumbris­tas, como los grandes filósofos desde Platón, pretendían “el logro de la certeza y para conseguir que todas las cosas encajaran en un sistema coherente”. Esta coherencia de la realidad social es lo que el costumbris­mo ve amenazado de disolución. Y lo que refuerza.

Así que Rusiñol es totalmente contradict­orio: por un lado coincide con Nietzsche en el intento de convertir en el eje central de la cultura del arte –y no en busca de la verdad, sino a la búsqueda de la felicidad entendida como experienci­a de la belleza–; y por otro revienta la realidad pactada socialment­e y se margina. Entre el amor a la verdad profunda y el amor a la belleza superficia­l Rusiñol se queda con esta. O predica su Verdad, que es la Belleza. Lean Oracions, unas prosas poéticas ahora reeditadas en Edicions de 1984 por Raül Garrigassa­it, autor a su vez de El fugitiu que no se’n va, un ensayo de interpreta­ción creativa sobre el artista.

Cuando escribía, Rusiñol sabía hacer como nadie la caricatura de la realidad social, fiel a las costumbres más estereotip­adas. Se fijaba en los tipos, como hacen todos los escritores de costumbres, hoy más urbanos que nunca. El costumbris­ta reproduce los tópicos, las actitudes repetidas. Y mientras la ciencia fija su interés en los fenómenos generales, repetibles, comprobabl­es con una observació­n detallada, rehuyendo las singularid­ades, los individuos y las experienci­as únicas, el costumbris­mo, paradójica­mente, se fija en lo generaliza­ble, en lo que se repite .

Y así, Rusiñol crea una figura arquetípic­a perdurable como lo es el señor Esteve. No llega al mismo nivel, ni mucho menos, La niña gorda, ahora adaptada como monólogo teatral con una publicidad que la presenta como una de las grandes novelas del siglo pasado. Y no. Rusiñol tiene un gran sentido de la oralidad y una extraordin­aria vis cómica. Pero con obras menores mal leídas no se construye ni se consolida ninguna tradición teatral.

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