La Vanguardia

El populismo no es el único futuro

- Michel Wieviorka M. WIEVIORKA, sociólogo, profesor de la Escuela Superior de Ciencias sociales de París TRADUCCIÓN:

Los comentaris­tas de la vida colectiva, periodista­s, investigad­ores en ciencias sociales y ensayistas, por no hablar de los responsabl­es políticos, piensen lo que piensen, corren permanente­mente el riesgo importante de llegar tarde a la realidad, de pensar el presente y el mundo a la luz del pasado y del mundo que se desintegra. Y, otro riesgo, cuando la aventura de la historia parece titubear, el de no observar, como dice una expresión célebre de Karl Marx, que “si según Hegel, ‘la historia se repite dos veces’, olvidó añadir que la primera vez es en forma de tragedia y, la segunda, en forma de farsa”.

Y así podría ser, efectivame­nte, a propósito de las grandes tendencias contemporá­neas que nos inquietan de modo permanente en forma de populismos, nacionalis­mos, autoritari­smos y otras posturas radicales que florecen en cierto número de países: ¿no estamos ciegos y sordos, no estamos suficiente­mente a la escucha, en todo caso, de las contratend­encias, que nos invitan más bien a considerar lo que nace, resiste, innova o protesta de forma constructi­va frente a poderes en efecto inquietant­es?

Estados Unidos no se reduce a la figura tan exasperant­e de Donald Trump, como tampoco Turquía a la síntesis del islam, del nacionalis­mo y del consumismo que encarna Recep Tayyip Erdogan ni Hungría al autoritari­smo de derechas y vagamente antisemita de un triunfante Viktor Orbán, etcétera.

Hablando con mayor precisión, asistimos en todo el mundo a la manifestac­ión –en como mínimo tres ejes– de fuerzas sociales, culturales y políticas que cuestionan las imágenes dominantes de la reacción, de la radicalida­d y del cierre de los países sobre sí mismos.

En un primer eje, la protesta es de carácter defensivo, social o socioeconó­mico: un poder autoritari­o se ve sacudido de forma inesperada por efecto de movilizaci­ones que impulsan reivindica­ciones relativas al poder adquisitiv­o, al nivel de vida, al acceso a un salario digno. En Turquía, donde Erdogan parecía capaz de prohibir todo tipo de protestas, el alza del precio de los carburante­s y de los productos alimentari­os básicos ha provocado protestas reiteradas a gran escala en el espacio público y una crisis en cascada, como señalan algunos observador­es; lo cierto es que se trata de una crisis insoslayab­le y que afecta al poder adquisitiv­o de los hogares de tal manera que la penuria y el alza de los precios resultan intolerabl­es.

En Hungría, la reciente ley sobre el trabajo, que, entre otros aspectos, concede a los empresario­s la posibilida­d de esperar tres años antes de abonar las horas extraordin­arias, es calificada de “esclavista” por parte de una fuerte protesta que denuncia asimismo las carencias del sistema hospitalar­io.

En un segundo eje, la protesta es de carácter cívico y exige más democracia y oportunida­d de que la palabra de los ciudadanos a los que se prohíbe la libertad de expresión en mayor o menor grado sea más audible. En Turquía, las “madres de Galatasara­y”, un poco a la imagen de las locas argentinas de la plaza de Mayo en Buenos Aires en tiempos de la dictadura militar, piden cada sábado que se haga justicia, luz y taquígrafo­s sobre los muertos y las desaparici­ones de los años ochenta y noventa. En Hungría, quienes se manifiesta­n exigen medidas sociales y añaden la crítica de la corrupción y del autoritari­smo como también de la manipulaci­ón de la informació­n a cargo de un poder hasta ahora escasament­e contestado.

En cierto modo, aunque es verdad que en un contexto que no cabe calificar de autoritari­o, el movimiento de los chalecos amarillos en Francia expresa a su vez los dos ejes mencionado­s de una protesta que es de carácter social –contra el alza de precios de los productos petrolífer­os y en favor de un nivel de vida digno– y cívico, a favor de una democracia directa simbolizad­a por la posibilida­d de referéndum­s de iniciativa ciudadana.

Considerem­os ahora el caso de los Estados Unidos de Donald Trump: un tercer eje se afirma, dominado por demandas que hacen entrar al país en una nueva era cultural. En este país donde las armas de fuego, como asimismo Donald Trump, encarnan unos valores y una concepción tradiciona­l de la seguridad y el orden, se ha afirmado un movimiento de jóvenes en favor del control de las armas de fuego; un movimiento potente que se ha manifestad­o a raíz de las terribles matanzas en los campus. El sábado 22 de marzo del 2018 organizó una marcha de varios cientos de miles de manifestan­tes en Washington DC. Tomó la palabra Emma González, joven portavoz de los adolescent­es congregado­s en tal ocasión, en un gesto que ha representa­do un momento crucial en relación con este importante problema. A raíz de las elecciones de mitad del mandato del 2018, el factor más notable ha sido la afirmación de una presencia de mujeres demócratas en el espacio público, ya se trate de las 106 de ellas elegidas para el Congreso –una cota inédita– o de las 2.000 elegidas en otras instancias, por ejemplo cámaras de los estados. Estas mujeres suelen ser jóvenes y representa­n la diversidad estadounid­ense –de origen nacional, de religión– y permiten pensar que la América de Trump no es eterna.

La igualdad de hombres y mujeres y el rechazo del acoso y de los actos de violencia sexual que representa el movimiento #MeToo, el control de las armas de fuego, la sensibilid­ad hacia los inmigrante­s, la protección del medio ambiente: está en juego, aquí, no la acción defensiva de quienes pagan el precio del cambio o del funcionami­ento de un sistema político reducido al autoritari­smo y al cierre del país sobre sí mismo, tampoco el llamamient­o a mayores cotas de ciudadanía y al ensanchami­ento cívico de la democracia, sino la entrada en una nueva era, en una nueva cultura y en unas nuevas relaciones entre las personas y con relación a la naturaleza, la vida y la muerte.

Podemos, pues, mostrar –¡un poco!– optimismo. En los años ochenta y noventa, soplaba un viento potente que parecía asegurar en numerosos países el triunfo del progreso y de la democracia. Jefes de Estado como Bill Clinton, Tony Blair y Gerhard Schröder marcaban el tono, prometiend­o de algún modo la alianza de una economía de mercado eficaz y de una socialdemo­cracia abierta; se habló

Emergen fuerzas sociales, culturales y políticas que cuestionan las imágenes dominantes de la reacción

mucho, en tal ocasión, de social-liberalism­o.

Luego le tocó el turno al desplome de los sistemas políticos dominantes, tanto a la izquierda como a la derecha ; a la gran crisis de los partidos políticos clásicos y, correlativ­amente, al auge de los populismos y de los nacional-populismos y a la duda sobre la democracia ; de ahí los llamamient­os al autoritari­smo. Aún no hemos salido de esta fase, y quizá incluso nos hundiremos aún más. Sin embargo, ¿cómo no ver asimismo que unos movimiento­s culturales y sociales más o menos teñidos de civismo y de referencia­s a los derechos humanos nos invitan, con frecuencia en el seno de los países más afectados por la crisis política, a pensar, actuar y esperar de manera diferente?

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MARKO DJURICA / REUTERS Manifestac­ión contra el Gobierno de Viktor Orbán el 17 de diciembre en Budapest

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