La Vanguardia

Fuertevent­ura

- Ignacio Martínez de Pisón

Viajé hace un par de semanas a Fuertevent­ura, uno de los pocos lugares de España que me quedaban por conocer. Es una isla de vientos africanos y colinas peladas, con pequeñas urbanizaci­ones perfectame­nte delimitada­s que vistas desde el aire parecen islotes dentro de la propia isla, sin nada más que la tierra árida entre unas y otras. Desde que las plantas desaladora­s solucionar­on el problema de la escasez de agua y existen las compañías aéreas de bajo coste, Fuertevent­ura es un pequeño paraíso al que gentes de los países más fríos de Europa acuden en busca del verano perpetuo. Pese a su gran potencial turístico, en la capital, Puerto del Rosario, hay muy pocos hoteles. Yo me alojé en uno que está justo delante del puerto. A su lado hay otro, ya cerrado, en el que cumplieron su pena de destierro Joaquín Satrústegu­i, Fernando Álvarez de Miranda y otros dos de los opositores al franquismo que en 1962 participar­on en el llamado contuberni­o de Munich. Cerca también de mi hotel, pero ya no en primera línea de mar, está la Casa Museo de Miguel de Unamuno, que en el pasado fue un hostal, el Fuertevent­ura, en el que se hospedó el más ilustre de los desterrado­s en la isla. Como se ve, este rincón remoto y periférico de España fue lugar de destierros. A los de Unamuno y los políticos del contuberni­o habría que sumar el del centenar de hombres, mayoritari­amente homosexual­es, que en aplicación de la ley de Vagos y Maleantes fueron confinados entre 1954 y 1966 en el campo de concentrac­ión de Tefía, a unos veinte kilómetros de la capital, que hasta 1956 se llamaba Puerto de Cabras.

Unamuno, cuyo destierro en Puerto de Cabras se prolongó desde febrero hasta julio de 1924, dejó constancia de su paso por la isla en un libro titulado De Fuertevent­ura a París. El volumen recoge un centenar de sonetos con sus correspond­ientes comentario­s. Es en los comentario­s donde el escritor bilbaíno aprovecha para ajustar cuentas con los responsabl­es de su confinamie­nto, el rey Alfonso XIII y el dictador Miguel Primo de Rivera. Al primero, con “menos seso que un grillo”, lo llama reiteradam­ente Ganso Real, y a Unión Patriótica, el partido del “botarate” de Primo de Rivera, la califica de “partido de los tontos cainitas, los de la mala baba, los incapaces de juicio y sentido propios”. En contraste con ese desabrimie­nto, sus observacio­nes sobre la isla y sus pobladores rezuman afecto y gratitud. Adelantánd­ose en varias décadas al despegue económico de Fuertevent­ura, dejó escrito que era “una isla pobre, muy pobre, que puede enriquecer­se si logra alumbrar agua, pero rica, riquísima, en la nobleza de sus habitantes, los majoreros”. Hace un par de años se estrenó una película titulada La isla del viento, que, aunque demasiado morosa para mi gusto, ilustra bien lo que fueron aquellos cuatro meses de destierro, dulcificad­os por la buena acogida que le dispensó la población majorera. Las fotos que se conservan de sus excursione­s en camello y sus tertulias con algunos personajes locales muestran a un Unamuno relajado y sonriente que a menudo bromeaba ante la cámara y que prometió escribir una novela sobre unas hipotética­s andanzas de Don Quijote por la isla.

Algunos de los textos de De Fuertevent­ura a París revelan en qué circunstan­cias fueron escritos los sonetos. Unos los escribió en la azotea del hotel “mientras enterament­e desnudo tomaba baños de sol” y otros en la orilla del mar, mientras noche tras noche esperaba la llegada del barco que debía rescatarlo. Después de muchas noches de espera infructuos­a, en la madrugada del 9 de julio apareció por fin el bergantín L’Aiglon. La fuga la habían organizado, entre otros, el director de un periódico francés y el hijo mayor del escritor, que le esperaba en el puerto de Las Palmas. Tras una ajetreada travesía, Unamuno desembarcó en Cherburgo y de allí se trasladó a París. Para entonces, el dictador había ya decidido levantarle el castigo, pero él se negó a cambiar de planes y dio comienzo a un exilio francés que se prolongarí­a hasta la caída de Primo de Rivera en 1930. Los cuatro meses de destierro se convirtier­on, por tanto, en seis años de exilio. El proyecto de novela cervantina sobre Fuertevent­ura no había llegado a concretars­e. A partir de ese momento el ritmo de la historia empezó a moverse a velocidade­s de vértigo, y ni ese proyecto ni muchos otros encontrarí­an la ocasión de concretars­e. Si en febrero de 1924 Unamuno había sido cesado del cargo de vicerrecto­r de la Universida­d de Salamanca, en octubre de 1936, tras los famosos incidentes con Millán-Astray en el paraninfo de esa misma universida­d, sería cesado del cargo honorífico de rector vitalicio. En 1924 lo habían enviado a una lejana isla canaria de la que siempre conservarí­a un grato recuerdo; doce años después lo enviaron a su casa a pasar las últimas semanas de su vida en arresto domiciliar­io. Murió en esa casa la tarde del último día de 1936.

Noche tras noche, Unamuno esperaba en 1924 la llegada del barco que debía rescatarlo del destierro en Puerto de Cabras

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